El concepto de ecoinnovación entró con fuerza, ya hace más de una década, tanto en la literatura académica, en el argumentario de política económica, como también en el mundo de la gestión empresarial más avanzada. Desde que la Comisión Europea en 2004 estableció que la ecoinnovación era una de las herramientas fundamentales para la consecución de los objetivos establecidos en Lisboa «de conseguir la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible con más y mejores empleos y con mayor cohesión social». Desde entonces hasta hoy, el elevado grado de conciencia, y el mucho trabajo ya hecho, indujeron a ponerse manos a la obra en las universidades, con cierto apoyo de las instituciones públicas, que parecían estar en sintonía. En Cataluña, el Pacto Nacional para la Investigación y la Innovación (PNRI) de 2008 fue la concreción, donde los agentes sociales y económicos, universidades y centros de investigación con las instituciones políticas expresaron la voluntad de desarrollar una acción conjunta a largo plazo, se dotaron de una hoja de ruta en investigación e innovación en el horizonte 2020. Los recursos destinados, sin embargo, tanto en Cataluña como en España han sido sino escasos al menos muy limitados, y no toda la culpa la tiene la crisis económica.
A estas alturas, algunas instituciones están haciendo notoriamente los deberes. En las universidades catalanas hay cerca de trescientos grupos de investigación dedicados a los diversos aspectos medioambientales, destacando en los ámbitos de energía y cambio climático, el ciclo del agua, el ciclo de materiales y en territorio y biodiversidad. Asimismo, hay en estos momentos una cuarentena de Centros de Investigación en Cataluña, donde trabajan casi 4.000 personas, donde sobresalen una quincena que se dedican a temas medioambientales y que son altamente reconocidos a escala nacional e internacional. También hay, no hay que olvidarlo, una veintena de centros del CSIC que operan en Cataluña, algunos de ellos de gran nivel y vinculados a la investigación medioambiental. Disponemos de grandes infraestructuras científicas que hacen una gran función de cara la investigación en pro de la sostenibilidad, como los centros de supercomputación, investigación marítima o el sincrotrón. Disponemos de una potente red de parques científicos y tecnológicos, aunque algunos ellos subocupados y con serios problemas de viabilidad, así como también de centros tecnológicos, tres de los cuales están totalmente especializados en servicios de I+D+I para las empresas que trabajan en el sector ambiental. Disponemos de más de tres millares de empresas que trabajan en actividades medioambientales, que ya ocupan unos cien mil trabajadores, y con una progresión notable.
Más allá de las infraestructuras disponibles, de una investigación reconocida y de un fuerte dinamismo en crear empresas que operan plenamente en el campo del medio ambiente, el país sufre de algunos déficits importantes. Ocupados en temas «urgentes», los gobiernos no tienen tiempo por lo que es realmente «importante». Las carencias tienen que ver con la falta de políticas gubernamentales específicas, no consistentes tanto en nuevas reglamentaciones, sino en ayudar a superar barreras de entrada a la nueva economía ecológica, además del gran reto de transformar las actividades y las tecnologías tradicionales hacia la economía verde. No debe plantearse como un coste de responsabilidad añadido, sino la conversión de estas actividades en más competitivas económicamente, además de más sostenibles. Se deben revisar los subsidios y beneficios que van a actividades altamente contaminantes y no sostenibles (aunque se paguen con fondos europeos), promover una fiscalidad verde realmente incentivadora, regular algunas actividades como el transporte para forzar el cambio, responsabilizar a los productores, especialmente en el sector primario para que internalicen los costes medioambientales; normalizar y establecer labels en el ecoetiquetado, fijar estándares de consumo energético y hacer apuestas innovadoras en los equipamientos públicos. Habría que impulsar decididamente las renovables e imponer el cambio de modelo energético, reforzar los mercados de carbono, promover la emprendeduría verde y políticas activas de empleo que tengan este sesgo. Todo lo que pueda hacer la administración pública de carácter ejemplarizante tiene mucha importancia a la hora de aumentar la sensibilidad y la conciencia medioambiental. Cuando todo lo que haga el sector público, desde las contrataciones hasta las compras, contenga de manera explícita estos requisitos puede ayudar mucho. Como es clave que los sectores que ya practican la economía verde y los que operan en el sector medioambiental se convierten en un lobby de presión que contrapese los poderosos intereses de la economía marrón, los cuales se esfuerzan para que sólo cambie algo anecdótico de cara a que todo siga igual. Más que nada, que no nos lo pueden permitir.