Las primarias que celebra el PSOE este fin de semana tienen mucha trascendencia para el futuro del partido, y parece que notables consecuencias para la política española. Como se suele decir, no es un tema «interno» de los socialistas, sino un proceso que tiene efectos mucho más allá y que denota los callejones sin salida hacia los que se ha encaminado una cierta manera de entender la política. Sea cual sea el resultado, una parte de los efectos del proceso ya se dan por descontados: un destrozo en la organización y una división interna muy difícil de recomponer. Uno de estos barones del partido que hacen poco honor al término «socialista» dijo que hay que acabar con el sistema de primarias, ya que estas «las carga el diablo». O sea, para evitar que aflore cualquier tipo de discrepancia, acabar con la democracia y que decidan los de siempre. Muy elocuente.
La crisis del PSOE tiene componentes propios, pero es representativa también de la pérdida general de papeles de la socialdemocracia, que ha apostado las últimas décadas para hacer de muleta del establishment y lógicamente ha perdido base social y de votantes que esperan una alternativa política y socioeconómica, y no se reconocen ya en este histórico partido. En este sentido, las diferencias entre lo que significan Susana Díaz y Pedro Sánchez no son tan grandes. La andaluza representa, pero la parte más tradicional, conservadora, caciquil y rancia del partido. La foto rodeada del aparato y las viejas glorias lo dice casi todo. La pobreza de su discurso político es abrumadora. Sánchez, en cambio, las conspiraciones y los avatares que lo llevaron a ser relevante de manera humillante del liderazgo del partido, la han desplazado hacia el redescubrimiento de la izquierda y de una cierta renovación de la política. Hay dudas de que sea políticamente muy sólido, pero simboliza una confrontación abierta con el PP, que el electorado y la militancia a estas alturas agradecen. Ha entendido que hoy las formas políticas son también el fondo. Mientras tanto, el nerviosismo del aparato del partido es notorio, ya que la victoria de Sánchez jubilaría varias generaciones de políticos de la formación y significaría un terremoto en la sala de honores de unas viejas glorias que, como Felipe González, se resisten a dejar de seguir mandando. El mundo de Díaz pretende recuperar la hegemonía absoluta del partido a la izquierda española, alternándose en el poder con los conservadores y, cuando sea necesario como ahora, proporcionarles estabilidad parlamentaria, creyendo que su principal enemigo es Podemos, formación la que consideran circunstancial y como unos okupas a los que se debe desalojar y hacer desaparecer. No entienden que la aparición de «nuevas izquierdas», es el resultado del vacío que la socialdemocracia dejó a la izquierda y de la orfandad de un electorado que necesita un nuevo relato y un proyecto transformador.
Sea cual sea el desenlace, el beneficiario de todo es el PP. Un PSOE debilitado y de rodillas, que en sus cuitas internas no hace de oposición ni pone en evidencia que un país democrático no se puede sostener sobre un partido que ha hecho de la corrupción una cuestión sistémica, mientras interfiere en el poder judicial de una manera escandalosa, para mientras tanto ir salvando los numerosos escollos penales que se le van presentando. El miedo de una parte de la ciudadanía a Podemos, al que el PSOE ha colaborado activamente en crear, mantiene su electorado cohesionado y movilizado frente a una izquierda tachada alegremente de «populista» o «chavista». El sueño conservador hecho realidad: un único partido a la derecha y la izquierda dividida y confrontada. Una situación que parecen compartir y abonar tanto Susana Díaz como Pablo Iglesias. Y si la hoja de ruta oficial de Mariano Rajoy no se mantiene, y gana Pedro Sánchez, siempre se pueden convocar elecciones y ganar de manera abrumadora.