Estos días, buena parte de la gente está enfrascada en hacer los últimos equilibrios antes de presentar la declaración de la Renta. Una parte importante de la población, para su desgracia, no le representa un trabajo muy complejo, dado que la condición de asalariado lo pone en situación de transparencia tributaria y con pocas posibilidades de hacer artificios fiscales que le permitan escaquear una parte de su obligada contribución al común. Decía alguien, cuyo nombre ya no recuerdo, que pagar impuestos era signo de civilización. Ciertamente es así, pero en los tiempos actuales se tiene la sensación, pero también la evidencia, que pagar impuestos sólo lo hacen los que no tienen escapatoria, que es una cuestión de pobres, vaya. Los salarios tributan de manera inexorable según unas tablas explícitas y situados en este punto, nada mejor que pagar lo máximo posible, pues eso sería síntoma de tener un salario digno. Lo malo es que las rentas de capital cotizan poco, y disponen además de mil y un mecanismos de elusión o de fraude fiscal para dejar de hacerlo o contribuir sólo de manera simbólica; para que no se diga. Las percepciones salariales cada vez tienen menos peso en términos de PIB, mientras es más grande y creciente su papel de contribuyentes. Las empresas del Ibex pagan de media por debajo del 8% en concepto de beneficios, o bien las grandes corporaciones tecnológicas tan admiradas por todos, no llegan ni al 2%. Decía el magnate norteamericano Warren Buffet, en un ataque de sinceridad o de chulería, que no entendía un sistema tributario que grababa más el salario de su recepcionista que no sus ingresos millonarios procedentes de grandes operaciones especulativas.
El sindicato de Técnicos de Hacienda ha publicado estos días unos datos que ponen en evidencia que las manifestaciones voluntaristas del entorno gubernamental conforme ya hemos superado la crisis, quedan un poco fuera de lugar. El nivel de los salarios no indica que la mayor parte de la ciudadanía haya recuperado la capacidad adquisitiva perdida, ni su nivel de bienestar. La mitad de los trabajadores que tenemos la suerte de poder ejercer como tales, no llegan a la condición de mileuristas. Una cifra que hace diez años era considerada sinónimo de mala remuneración y de precariedad juvenil, y que ahora ha pasado a ser el objetivo salarial de muchos. De hecho, los datos son aún más deprimentes. Un 35% de los asalariados, lo que significa casi 6 millones de personas, el sueldo que cobran está por debajo del salario mínimo interprofesional, que ahora está situado en los 707,7 euros mensuales. Un cobro como este, imposibilita poder llevar una vida digna y sitúa a los perceptores en riesgo de pobreza y de exclusión. Ciertamente hay a quien las cosas le van mucho mejor, pero son más bien pocos. Han aumentado los asalariados que están en el tramo superior que contiene los que perciben más de 300.000 euros anuales, que se ve que ya son casi 150.000 personas. Una comparación que resulta odiosa pero elocuente sobre eso que llamamos desigualdad creciente: estas pocas personas del estamento superior de los salarios cobran globalmente, lo mismo que los casi seis millones de personas que tienen los salarios más bajos. Esto, ni es progresar adecuadamente, ni en ningún caso crea las condiciones para superar la crisis económica y social. Más bien es la demostración de que se está profundizando.