Amarga victoria

Con la victoria de Emmanuel Macron en Francia ha ganado la corrección política. Para Europa, para la decencia democrática y para una cierta estabilidad, Le Pen era un plato poco deseable y de mala digestión, que nos habría proporcionado muchas tardes de vergüenza ajena. No creo, sin embargo, que el fenómeno de la extrema derecha francesa, o del «populismo de derechas» como parece que gusta llamarlo ahora, se le pueda dar por muerto. Paradójicamente, la Francia que con mayor o menor convencimiento ha votado la opción centrista para cerrar el paso a la candidata del Frente Nacional, ha llevado al poder un planteamiento que, con las previsibles políticas neoliberales, no hará otra cosa que ir generando «lepenistas» entre los perdedores de una economía que va creando más y más precariedad laboral y social. Cuando se ha perdido todo, e incluso cualquier expectativa de futuro, los discursos identitarios terminan acogiendo la ciudadanía desengañada y desnortada, aunque más que significar una alternativa son meramente un «efecto placebo» para soportar frustraciones, como si ir contra la inmigración y contra los que lo tienen peor, mejorara en algo tu situación de exclusión. Con Macron los mercados se tranquilizan -qué mundo este, en lo que es más importante el bienestar del Mercado que de las personas-, el establishment ve protegidos adecuadamente sus intereses por un hombre formado y enriquecido en la banca Rothschild, y el progresismo se puede jactar de haber parado los pies a la extrema derecha. La pregunta que se impone es: ¿se hará algo políticamente diferente en Francia a partir de ahora que acabe con las causas que llevan al 40% de su ciudadanía a abrazar el «lepenismo»? La verdad, todo parece indicar que no.

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Porque el problema de fondo, en Francia y muchos otros países con fenómenos de exclusión social similar, no es la manifestación política del populismo de derechas, por más desagradable que nos resulte, sino las causas económicas, laborales, sociales y políticas que hacen que una parte de la ciudadanía se vaya sentido excluida, viendo que una minoría bien asentada en los puestos de poder sí que va progresando adecuadamente. Detectar y afrontar los problemas de fondo requiere de otro instrumental económico, de otro relato y de propuestas realmente renovadas, y no apostar por el ir tirando o «mañana será otro día». La disyuntiva política de votar a la derecha, para evitar que triunfe su versión extrema, es una situación ideal para unas élites que no ven así peligrar su hegemonía, mientras el progresismo queda prisionero de una dinámica que resulta diabólica. A pesar de las críticas recibidas por los guardianes de la ortodoxia bienpensante, acaba siendo comprensible que justamente una parte de la izquierda francesa se haya mantenido al margen en la segunda vuelta de las elecciones. Cuando la mirada es radicalmente otra, resulta legítimo no votar. No es hacerse el neutro, sino expresar de la única manera que se puede el desacuerdo con la falsedad de la alternativa planteada. Una manera de denunciar que, en el fondo, las dos opciones electoralmente confrontadas no lo son tanto en términos reales. De hecho, se necesitan y se alimentan mutuamente y así otros resultan excluidos. Como demuestra el caso de Trump en Estados Unidos, la retórica del populismo de derechas, es sólo eso un recurso discursivo que pretende recoger los malestares, pero para continuar haciendo las políticas reales al servicio de los de siempre. En esta segunda vuelta de las elecciones francesas, pasara lo que pasara, la Francia popular sólo podía perder, mientras que los sectores dominantes contaban con las dos formulaciones para ganar.

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