La última ceremonia de entrega de los premios Oscar del cine, es de las que crean afición.
Una acto guionado y milimetrado hasta el extremo, que funcione como un mecanismo de relojería, para dar sensación de grandeza a una multitudinaria audiencia planetaria, acabó como el rosario de la aurora, después de un juego de despropósitos tal que gran parte de los que asistían pensaron que aunque muy arriesgado, era un gag de mal gusto ideado por la organización. Aunque parecía una secuencia de la alocada película The Party, de Peter Sellers, fue el resultado de una cadena de errores y de casualidades. Una demostración de que no siempre las cosas suceden como estaban previstas, que lo que parecía imposible se puede acabar dando y que el factor sorpresa, en cuestiones humanas, no se debe descartar del todo. Ya sea en el mundo del espectáculo, o en el de la política.
Quien más se habrá hartado de reír sobre la fallida ceremonia de Hollywood debe de haber sido Donald Trump y su entorno. El mundo de la farándula norteamericana había apoyado de manera expresa Hillary Clinton en la carrera presidencial y había ridiculizado públicamente, salvo unas pocas excepciones, a Trump. Hablo de actores y directores de cine y no de las productoras, las cuales desde siempre suelen ser muy conservadoras y más vinculadas al Partido Republicano. Después de la retahíla de acciones presidenciales que atentan contra los derechos elementales de las personas y que ponen en duda su concepción de la libertad, se preveía que se exterioriza una antipatía que es profunda y mutua. De hecho, el Presidente había contraprogramado la entrega de los Oscar, con un baile de gala en la Casa Blanca. No se puede negar que, desde el punto de vista de la imagen, el tema le ha salido redondo. Los «enemigos» del mundo del espectáculo ridiculizados y víctimas del escarnio público en los medios de comunicación y en las redes sociales.
Sin embargo, también el acceso a la presidencia estadounidense por parte de este personaje esperpéntico ha resultado una auténtica sorpresa para la mayoría de americanos y para el mundo en general. No tanto por ser extremadamente reaccionario, sino por el carácter y las formas estrafalarias que están abriendo todo tipo de conflictos que parecían impensables, o al menos que se plantearan de manera tan brutal y descarnada. Ha superado todo tipo de filtros del sistema político democrático de los Estados Unidos, creados con el fin de evitar el acceso a un liderazgo tan crucial de alguien tan irresponsable, imprevisible, falto de toda ética, arrogante, escasamente formado y con un acentuado instinto destructivo. No tenía que pasar, teóricamente no podía suceder, pero esta es una realidad que no habríamos justamente dado por aceptable ni en la peor de las películas de entretenimiento de serie B. Su actuación y formas una vez en el despacho oval, han superado, en dos escasos meses, todas las expectativas más pesimistas. Si esto fuera un espectáculo, una serie de humor, diría que nos esperan grandes tardes de diversión. Desgraciadamente, no es ficción sino la vida real. Tantos años de frustraciones económicas y sociales, han llevado al electorado estadounidense a optar por este guion nefasto. Los peligros y los retrocesos ya evidentes, no son menores: desconsideración a la sostenibilidad ambiental, desregulación financiera, apuesta por los combustibles fósiles, confusión interesada de intereses personales e institucionales, fomento de la xenofobia y expulsión de inmigrantes, hegemonía de las grandes corporaciones, aumento de los presupuestos de armamento, discurso belicista, tensión internacional, limitación de la libertad de prensa… Por favor, que alguien nos despierte y salgamos de la sala de cine, que hemos tropezado con una muy mala película.