La frase de Jordi Évole pronunciada en el Palau Sant Jordi para desenmascarar la doble moral y el «postureo», la inacción en relación al drama que viven los refugiados, es de las que hacen época.
Denunciaba el periodista la impostura de unos gobernantes que hablan mucho de solidaridad de manera nominalista con los que huyen de las guerras de Oriente Medio, pero que ejercen una dejadez práctica que ofende las conciencias. Hay cosas bastante obvias. La Europa gubernamental ha dejado que ante nosotros se produjera una auténtica tragedia humanitaria, con miles de personas que mueren ahogadas en el Mediterráneo intentando llegar al continente y sobrevivir, y con millones de refugiados obligados a pasar el invierno a la intemperie en los campos de la Europa del Este. Una vergüenza que nos perseguirá durante mucho tiempo. Personas y grupos no gubernamentales han hecho lo que han podido para disminuir la muerte y el dolor, pero tampoco la mayor parte de la sociedad ha priorizado este tema y ha empujado a sus gobernantes hacia políticas más activas. Ni las misérrimas cifras de acogida a que se comprometieron los países se han cumplido. Ni en España ni tampoco en Cataluña. El argumento de las competencias no deja de ser una excusa de mal pagador. Habría que recordar, que la función de los gobiernos justamente es la de gobernar. Manifestarse le corresponde más bien a la sociedad cuando quien tiene la responsabilidad no la ejerce, o no lo hace adecuadamente.
Lógicamente el afrontar con decencia y espíritu humanitario el tema de los refugiados, tiene mucha complejidad, porque estamos hablando de contingentes muy numerosos. Pero esto no puede ser pretexto para la inacción. El sufrimiento y la muerte no esperan. Es evidente que la separación entre la búsqueda de «refugio» frente la guerra y la persecución política, llega a un punto que es difícil desvincular de un más amplio fenómeno migratorio que se produce desde los países pobres hacia la más acomodada sociedad occidental. Llevamos décadas en que el mundo ha ido engordando una mayor desigualdad económica y social. A estas alturas, la pobreza ya no se puede confinar en sus territorios. No hay distancias físicas insalvables. Los más pobres del Tercer Mundo, están dispuestos a arriesgar su vida con el fin de incorporarse a las filas de la pobreza cada vez más extrema de las ciudades occidentales. En la parte baja, aunque la diferencia de nivel de aquí y de allí es importante. En Europa la pobreza significa exclusión, en África la muerte. Que el tema sea complejo, no significa que se podamos poner de perfil, que no tengamos una notoria responsabilidad y que no lo tengamos que afrontar. Algo tenemos que ver en todo ello. Riqueza y pobreza son las dos caras de una misma moneda. Una es condición de la otra. La inacción de buena parte de los gobernantes europeos, tiene que ver con que quieren seguir ganando elecciones y, desgraciadamente, los últimos ejemplos nos demuestran que no se ganan desde el universalismo solidario, sino desde el egoísmo excluyente. Los votantes no suelen ser mejores que sus gobernantes. Una parte de la sociedad, individualista y atemorizada, le parece que no tiene que compartir nada con los que no tienen nada. El mundo está profundamente escindido, como parecen estarlo también nuestras conciencias. La batalla, ahora, consiste en reivindicar principios bastante elementales. La práctica de la humanidad, por ejemplo.