Ciudades contaminadas

Son frecuentes estos días episodios de contaminación severa en algunas ciudades, lo que conlleva la asunción de medidas excepcionales por parte de las autoridades municipales para velar por la salud pública. La combinación del repunte de la movilidad, el punto álgido de combustión de las calefacciones y una situación meteorológica estabilizada y anticiclónica da lugar a que los niveles de contaminación del aire que se respira sean especialmente tóxicos y generen problemas respiratorios en personas especialmente vulnerables desde el punto de vista físico. Cuando esto se produce, buena parte de las ciudades apuestan por restringir el tráfico rodado en los centros más congestionados, pidiendo que la gente camine para desplazarse o bien que utilice el transporte público. Roma, en cambio, apuesta por la contención calefactora, «prohibiendo» poner los termostatos por encima de los 18 grados. Cuando esto sucede, resulta curioso ver como la «culpa» contaminadora recae en la meteorología, en espera de un cambio de tiempo que renueve el aire y el problema deje de existir. También, constatar el elevado precio político que recae sobre las autoridades que toman este tipo de medidas disuasorias del tráfico rodado, ya que una gran parte de los afectados, aunque medio asfixiados por el aire tóxico, recurren a los argumentos negacionistas sobre la contaminación y el cambio climático, aduciendo que con las restricciones a la movilidad en vehículo privado se atenta a su libertad. Todo para no aceptar que hemos sometido el entorno a una presión y a una serie de actividades degradantes, que ya son imposibles de mantener si pretendemos continuar respirando.

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Y es que aunque pueda haber puntas extremas episódicas, el problema de la contaminación y de manera muy especial en las grandes concentraciones urbanas, se ha convertido en endémico y con una progresión que hace ineludible aceptar que tendremos que dejar algunos comportamientos y hábitos en el armario. Que gran parte de la movilidad se continúe haciendo con vehículos privados, generalmente con un solo ocupante, propulsados por motores de combustión de derivados del petróleo es una perversidad en términos medioambientales que sólo se puede entender por la capacidad de imponer sus intereses los grandes de la industria automovilística. Una actividad suicida como lo es que cada año generamos cada uno de nosotros varias toneladas de residuos urbanos que deben ser depositados, recogidos, separados, tratados y almacenados en vertederos siempre insuficientes y desbordados. Como se ha convertido en insostenible un fenómeno turístico que pretende que una buena parte de la humanidad se vaya a hacer selfies en la otra punta del mundo, a base de profusión de vuelos baratos y aeropuertos que generan un impacto medioambiental inmenso, además de no aportarnos personalmente gran cosa. Tampoco se puede mantener la estimulado hábito a consumir de forma compulsiva mucho más allá de lo que es necesario y razonable, sumidos en una cultura del despilfarro de la obsolescencia y del residuo que genera una frustración cada vez mayor y que sólo es posible con la expoliación de recursos y con el abuso del trabajo casi esclavo de gente lejana que no conocemos y que ni siquiera queremos saber que existen. A estas alturas, nuestra huella de carbono es autodestructiva. Ni siquiera creyendo en la existencia de un Dios benefactor se puede pensar que sea posible mantener un modelo de consumo y de producción continuadamente incrementista. Los progresos tecnológicos no van a evitar el tener que recuperar un cierto equilibrio entre la acción humana y el medio. Y eso significa cambiar hábitos, costumbres y prioridades. Los casos de contaminación ambiental extrema en las ciudades no son episodios circunstanciales, sino síntomas cada vez más evidentes de problemas que han devenido estructurales. A menudo, sin embargo, recuperar el sentido común se convierte en algo muy complicado.

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