Hace ya un tiempo que los resultados electorales, o referendos, en los países occidentales nos pueden resultar sorprendentes, relativamente imprevistos porque los malestares profundos no son recogidos previamente por las encuestas. Cuando las opciones mayoritarias dan como resultado el triunfo de lo estrafalario, lo que es más extremo o incluso lo que puede ir más contra los propios intereses de los votantes, se empieza a tener la sensación de que una parte de la ciudadanía se expresa en negativo, que vota a la contra, que manifiesta rechazo y que, de hecho, confía muy poco en la política y en las instituciones democráticas. Esto tiene que ver con la poca consideración a la que se ha hecho merecedora la política, tras su notorio desgaste, pero tiene que ver sobre todo con la situación económica y social. Cada vez resulta más ilusoria la imagen del ascensor social, que había sido el gran atractivo de la economía de mercado para amplias capas medias y trabajadoras. Una vez se demuestra la imposibilidad de ascenso ya que el talento, el esfuerzo y el trabajo no sirven para mejorar la situación, algo se resquebraja. Louis D. Brandeis, juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos, lo dejó meridianamente claro ya hace años: «Podemos tener democracia en este país, o podemos tener una gran concentración de riqueza en manos de unos pocos, pero no podemos tener las dos cosas al mismo tiempo».
La ruptura de la sociedad del trabajo y el deterioro de los mecanismos de redistribución -salarios, tributación- corrompe la alianza histórica entre capitalismo y democracia. La democracia nació en Europa y en Estados Unidos como «democracia del trabajo», en el sentido de que la sociedad se apoyaba sobre el reparto del trabajo remunerado. Sin seguridad material no puede existir libertad política y se empiezan a sentir amenazas de nuevas y antiguas ideologías totalitarias. La pregunta que se hacía ya un tiempo el sociólogo alemán Ulrich Beck es absolutamente pertinente: ¿Es posible la democracia más allá de las «seguridades» de la sociedad de trabajo? A medida que el empleo se hace más precario, las bases del Estado de bienestar se deterioran y las biografías normales se van desvertebrando; la presión sobre el Estado de bienestar, siempre creciente, no puede financiarse a través de una bolsa pública llena de agujeros. Para Joseph Stiglitz, estamos ante «los restos del naufragio de un capitalismo disfuncional» que la crisis se ha cuidado de profundizar y evidenciar. Cuando se deroga el contrato social, cuando se rompe la confianza entre el gobierno y los ciudadanos, lo que se produce es la desilusión, la falta de compromiso y en tal vez cosas mucho peores.
En la sociedad moderna la dignidad ha sido asociada al trabajo y la dependencia a la vergüenza. La compasión a menudo hiere. La extrema desigualdad en la que un 10% de la población posee el 85% de la riqueza mundial, y la mitad más pobre debe repartirse un 1%, crea una inestabilidad económica, social y política, que pone en jaque al sistema democrático. Más allá de lo estrictamente monetario, la desigualdad tiene efectos demoledores sobre una parte de la sociedad, en forma de salud, estrés y patologías diversas, así como el reforzamiento de la tendencia a la no cooperación. Las sociedades desiguales, aparte de injustas, son insanas y costosas. No es tanto el bienestar de las personas lo que cuesta dinero, sino su infelicidad. Existe una correlación entre confianza y colaboración, y la primera desaparece con la desigualdad. Quien confía, tiende a ser más proclive a culturas comunes y compartidas. Si desaparece la confianza, disminuye no sólo el bienestar de la sociedad civil, sino la propia noción de pertenencia a una sociedad. Las sociedades democráticas requieren de unas condiciones mínimas de igualdad, o dicho de otro modo, de unos niveles de desigualdad moralmente aceptables. Las tendencias económicas y sociales actuales han sobrepasado todas las líneas rojas para poder mantener la cohesión política y social. Cuando predomina, la desigualdad, la pobreza, la incertidumbre y el miedo, se pierde el sentido de responsabilidad y la noción de ciudadanía compartida.