En Cataluña acaba de morir quemada una mujer en su casa, en un accidente fortuito provocado por unas velas que suplían de mala manera el corte de suministro eléctrico infligido por falta de pago. Los medios lo denuncian, los ciudadanos se estremecen y administraciones y la empresa eléctrica responsable se echan encima acusaciones sobre quién tiene la responsabilidad en tan feo asunto. Dejen pasar unos días y al final y todo se desvanecerá y resultará que no hay más culpable que la misma mujer, por vieja, extraña, pobre y poco sociable. De hecho el caso no es único y anecdótico. En lo que va de año la siniestralidad provocada por la falta de suministros básicos ya se ha llevado más de un centenar de personas a una muerte trágica y prematura. No hay que preocuparse, todo gente anónima. Pero como ahora a todo se pone una etiqueta, se le llama pobreza energética. Un término técnico, casi aséptico y sin connotaciones. La falta de electricidad y de calefacción no es sino una de las diversas dimensiones que suele acompañar una situación muy común, cada vez más, que lo que se debería llamar es pobreza. A quién le cortan la luz, sólo es un escalón más de su descenso a los infiernos. Antes le han cortado muchas otras cosas imprescindibles y él mismo ha tenido que desconectar de muchas necesidades básicas. Bienestar, alimentación adecuada, hábitos saludables, trabajo, dignidad, autoestima, inclusión… Antes, al que no tenía nada, le llamaban pobre de solemnidad. El término miseria también lo definiría bastante bien.
Lo que resulta extraño es que en una sociedad en que globalmente nos sobra de todo, donde el desperdicio es la actitud que más nos define, como es posible que convivamos con tanta naturalidad con gente a la que le falta de todo. Y lo que es aún más preocupante, que cada vez sean más las familias y personas que se van quedando por el camino, como si nada. En un mundo tan sofisticado en que disponemos de algoritmos que lo saben todo sobre nuestros deseos e intereses, cada vez hay más gente que se le infringe sufrimiento de la forma más primaria, que se la condena al ostracismo y a la exclusión. A que no tengan sitio. Nuestra sociedad, pero especialmente nuestra economía, ya hace décadas que en lugar de mejorar el bienestar de la gente lo que hace es ir generando más desigualdad, detrás de la cual hay pobreza y sufrimiento, y la política hace poco o nada por evitarlo. La miseria, la falta de todo, es la peor de las enfermedades infecciosas, se va expandiendo, va sumando dimensiones sobre los mismos y tiende a extenderse rápidamente hacia nuevas víctimas que conviven cerca. Nada de lo que provoca, aunque accidental, se puede considerar como un producto fortuito o aislado.
Digámoslo claro, que alguien esté sin suministros básicos resulta inconcebible, y que se le puedan cortar, es inaceptable se mire como se mire. Hay cosas que son un derecho por el propio hecho de existir, y no veo que se impida utilizar las calles a los que no pagan impuestos o se niegue la posibilidad de respirar a los defraudadores. Y es que se hace muy difícil de justificar que aquello que sea un derecho esté sometido a las condiciones contractuales del Mercado y que dependa de la capacidad adquisitiva de que se disponga. Especialmente cuando las empresas que hacen el suministros operan en régimen de casi monopolio u oligopolio donde el libre mercado y la competencia son pura broma. Corporaciones con vínculos y connivencias notorias con las administraciones políticas, que reparten dividendos casi pornográficos a costa de no sólo los recibos que nos giran, sino también de grandes subvenciones públicas con nombres tan alambicados y casi poéticos como «costes de transición a la competencia» o «compensación por el déficit tarifario». Si las maldiciones funcionaran, hay cosas para las que merecerían ser utilizadas.