Ha pasado ya la época en que lo que definía el tamaño de una empresa era el número de trabajadores. La empresas modernas son esencialmente marcas, con estructuras muy ligeras, consistentes básicamente en unas sedes centrales donde se concentran la dirección, el I + D y el marketing. De hecho, el término «trabajador» ya no se utiliza hace años dentro de las empresas -tampoco mucho en los programas políticos-.
No es tanto una cuestión de consideración o de respeto, como de establecer una regla básica: las empresas dejan de tener responsabilidades sobre sus empleados. Hace mucho tiempo las empresas, aunque fuera a través de fórmulas paternales, se consideraban una gran familia con obligaciones hacia los que formaban parte de ella. La antigüedad de una empresa se valoraba como un importante elemento de reputación y en las épocas críticas se mantenía la ocupación hasta donde se podía a costa de los beneficios de la sociedad. Los despidos se vivían como una desgracia y ya no digamos el cierre. Los dividendos no es que fueran secundarios, pero tenían la plasticidad de adaptarse a las situaciones de expansión y de recesión económicas. Las condiciones de trabajo eran duras y los salarios bajos, pero en contrapartida había algunas seguridades que en el capitalismo posmoderno se han perdido. El lenguaje se ha adaptado. Las escuelas de negocios introdujeron primero el concepto de recursos humanos, como término genérico e impersonal, para pasar después al concepto más elevado de «capital humano», en el que los individuos que forman parte ya tienen la condición de colaboradores. Era más que una cuestión de nominativa, tenía que ver con el vaciado de trabajadores. Los conceptos de outsourcing y de offshoring se convirtieron en el nuevo paradigma de la gestión empresarial, que ahora se llamaría management y donde el director general pasaba a ser el CEO. Despedir personas ya no era una acción ominosa de último recurso, sino que se blandía con orgullo por los nuevos monjes del capitalismo formados en los cenobios de las escuelas de negocios, como capacidad de liderazgo y de convertirse en altamente eficientes a través de «procesos de readaptación a las necesidades de capital humano» y del benchmarking indispensable para ganar competitividad. ¡Pura poesía! Lástima que los numerosos trabajadores despedidos con ERES a costes bajos gracias a una oportuna nueva legislación laboral que se había hecho en nombre de combatir «las rigideces» del mercado laboral y poder ganar mayor «flexibilidad», no lo comprendieran de esta manera.
En cualquier caso, la conversión de muchos antiguos empleados en trabajadores autónomos que prestan servicios a las empresas sin carga laboral interna, ha sido una vía que continúa aún hoy en día su proceso de expansión. Ha habido en los últimos años una auténtica explosión de creación de microempresas que no son más que formas ineludibles de autoempleo y que tienen un componente evidente de autoexplotación para poder salir adelante. Depender de las demandas de grandes empresas es tener la seguridad de sólo poder facturar con unos márgenes muy reducidos, o sin ellos. Un extremo bastante particular y abundante de las nuevas formas organizativas de la producción son las cooperativas de trabajo que tanto han proliferado en los restos de producción textil en el mundo occidental o también en el sector de despiece y manufactura de la carne. Trabajos que necesitan mano de obra intensiva y que se contrata y descontrata de manera sencilla y sin costes a estas llamadas «cooperativas». Inditex practica mucho esta estrategia en la producción que mantiene en Galicia o en el Norte de Portugal. Un capitalismo que no hace sino incorporar los valores del modelo capitalista asiático de exportación: sobreexplotación sin responsabilidades. Slavoj Zizek lo ha expresado de manera muy gráfica: «¿Quién necesita la represión directa, cuando se puede convencer al pollo para que entre libremente en la carnicería?»