Digámoslo claro, las «fiestas nacionales» son todas ellas bastante insufribles. Un intento de estados y naciones de legitimarse y reforzarse, tomando como coartada la conmemoración de hechos históricos que han sido abundantemente adulterados, instrumentalizados y puestos al servicio de establecer sentidos de pertenencia y crear vínculos de cohesión que, a día de hoy, resultan bastante dudosos. Una buena parte de la ciudadanía a la que se le proporciona un día de fiesta laboral adicional, tendría bastantes dificultades si tuviera que explicar qué es lo que se conmemora y, aún más, pronunciarse sobre el sentido de hacerlo. Especialmente cuando hay un antiguo y todopoderoso Estado detrás, no se puede decir que precisamente los actos que se organizan inviten mucho a participar. Desfiles militares, pomposos actos institucionales, profusión de banderitas y exceso de patrioterismo barato. Todo con mucha caspa y un deje decimonónico, demodé, que hace que uno se plantee por qué más allá de la inercia de que «siempre se ha hecho», ¿porque carajo lo continúan organizando? El intento de crear aunque sea un día la sensación de que hay una comunión «nacional», difícilmente desvanecerá lo que se intenta esconder bajo la alfombra de un discurso tan simple y empobrecedor. No sé si se puede afirmar con tanta rotundidad lo que decía el escritor británico Samuel Johnson, cuando decía que «el patriotismo es el último refugio de los canallas», pero en todo caso sí que su uso en la política suele ser una manera más o menos elegante de huir de los problemas reales y de que las élites utilizan las estructuras administrativas en su propio beneficio. Cierto que todos los ciudadanos somos iguales, pero como dice el dicho, algunos más que otros.
La fiesta nacional española, no es que sea muy peor que las otras que se celebran, pero sí que tiene algunas connotaciones que la hacen más desagradable. La fecha histórica elegida, aunque se hable del «descubrimiento de América», abre la puerta a un genocidio y una leyenda negra difícil de digerir. Hacer abstracción y dar por buena la toma de La Bastilla como símbolo de la Revolución, como hacen en Francia, entiendo que puede resultar un poco más fácil de mitificar y de apuntarse a la fiesta. En España, además, hay cosas que aún no han perdido el relato y un deje franquista, difícil de vencer y que estigmatiza la celebración. Decía el cantante Georges Brassens, aunque él justamente tenía como referente Francia gaullista, que el día de la fiesta nacional se quedaba en la cama igual, ya que la música militar nunca le supo levantar. Continuando con el caso español, no deja de resultar curioso y sintomático que una celebración la función de la que sería crear un sentido unitario, justamente estimula a muchos a rebelarse y manifestar así su descontento. El pulso conflictivo que han planteado con el Estado algunos ayuntamientos por si la fiesta era o no » de guardar», resulta muy pueril. En la confrontación de legitimidades algunos creen que plantear todas y cada una de las batallas de los símbolos tiene un gran sentido político. Otros más bien lo vemos bastante ridículo, pero la respuesta judicial inducida por la delegación del Gobierno, tampoco es mejor. Ha quedado inaugurada otra «guerra de banderas» que, por supuesto, no hará sino ir en aumento en próximas conmemoraciones. Aún en la música, cantaba un grupo gallego ya hace años, que eran «malos tiempos para la lírica». Pues, eso.