El turismo es un fenómeno típicamente contemporáneo, que no para de crecer. El colapso que sufren las ciudades más emblemáticas a menudo se torna insufrible para la gente que pretende vivir allí, y hace muy difícil su gestión y su digestión. En muchos lugares, más que el maná de los dioses se ha convertido ya en una auténtica plaga. Resulta curioso, que el crecimiento continuado de movimiento turístico, ya no tiene que ver con los ciclos económicos expansivos, con el optimismo consumidor que los suele caracterizar, sino con una pulsión cada vez más intensa y generalizada a moverse que se sostiene sobre una disminución también continua de los costes de hacerlo. Un mundo en el que se ha impuesto el low cost como en ningún otro, y no sólo por los precios irrisorios de los vuelos de avión, especialmente los interiores en Europa, sino también con ofertas de alojamiento a precios cada vez más tentadores. Especialmente fuera de la temporada alta, te puede salir económicamente más a cuenta hacer el turista, que no quedarte en casa. Globalmente, el turismo se ha convertido en insostenible en términos sociales, urbanísticos y medioambientales. No hay ni equipamientos, ni capacidades de aeropuertos que lo puedan soportar, y mucho menos el calentamiento global, el bienestar o el sentido común.
Se suele decir que en Cataluña y España, el turismo representa su petróleo. Un sector cuya significación supera el 15% del PIB, y aunque extraordinariamente precario y temporal, reporta una parte importante del empleo. En España llegan 70 millones de turistas extranjeros anuales. En Cataluña son casi 20 millones, 10 de los cuales básicamente vienen a Barcelona. Carentes de otras iniciativas económicas, durante muchos años se jugó la carta de la promoción turística como si fuera la tabla de salvación. Barcelona ya practica en la actualidad el monocultivo turístico y está a punto de morir de éxito. En Siurana, en el Priorat, están conmocionados por un inasumible millar de visitantes diarios. La afluencia de turistas colapsa unos «puntos de interés» que se van ampliando, de tal manera que los convierte en irrespirables para los barceloneses y los del entorno que acudimos allí, y de hecho irreales e irreconocibles. Buena parte de las ciudades turísticas han dejado de ser lo que eran para convertirse exclusivamente en un ámbito para y de los turistas que poco tiene que ver con la ciudad real. Una especie de «no lugares» según la feliz definición del antropólogo francés Marc Augé.
La gran explosión turística de los últimos años, el hecho de que casi todas las grandes destinos rompan récords año tras año en número de visitantes tiene que ver con el triunfo del hábito del movimiento continuo y permanente que hemos convertido todos en un hábito irrenunciable. Ya no es posible hacer solo un viaje al año para conocer entornos culturales, urbanísticos, artísticos o humanos diferentes, sino que movernos tan a menudo como podemos hacia otros lugares -quién sabe si para huir de nosotros mismos-, donde lo que encontraremos es justamente una gran concentración de turistas como nosotros, deseosos de hacerse una selfie ante un monumento reputado y demostrar a las redes sociales que somos gente inquieta y que hemos estado en todos los sitios de referencia. Conocer mundo, no habremos conocido mucho. Habremos comprado en las mismas cadenas y marcas que tenemos en la esquina de casa y comido las mismas pizzas infectas de nuestra ciudad, que de italianas tienen muy poco, mientras habremos compartido un espacio «pensado para los turistas» con gente que, aunque con idiomas diferentes, llevan la misma indumentaria y las mismas zapatillas deportivas que las nuestras. La biodiversidad ya no es lo que era. Viajar y hacer el turista, no es exactamente lo mismo.