En una buena parte de la ciudadanía, especialmente a los que no votamos ni vivimos en Estados Unidos, nos asusta la sola posibilidad de pensar en que este quimérico personaje pueda convertirse en el Presidente y se haga cargo de dirigir la primera potencia mundial y el mayor y mejor armado ejército nunca imaginado. Primario, arrogante, violento, xenófobo, ignorante, sexista…, son adjetivos que le representan plenamente y que justamente tranquilizan poco si alguien así debe liderar y tomar decisiones que afectan a los destinos globales. Hay quien cree que el Partido Republicano no puede ganar en las próximas elecciones americanas al llevar como candidato a un personaje tan mezquino y ridículo, y que mucho del electorado habitualmente conservador acabará por hacer voto útil en pro de la candidata del Partido Demócrata. Yo no pondría la mano en el fuego por esta previsión. Ciertamente la derecha más responsable y una buena parte del establishment económico y político apostará por Hillary Clinton, pero no está tan claro que esta sea la opción del wasp (blanco, anglosajón y protestante) de la América profunda, imbuido de valores patrióticos, religiosos y ultraconservadores y que aspira a disponer de un líder claro y contundente en un contexto de miedos múltiples y de incertidumbres crecientes.
Donald Trump se ha construido un personaje que lleva al extremo los distintivos del populismo más derechista y reaccionario, practicando una incorrección moral y verbal que genera empatía y proximidad, especialmente entre sectores medios y bajos de la sociedad norteamericana, necesitada de un discurso con mucha testosterona, de identificación de enemigos que encarnen sus frustraciones y que les prometa redención. Probablemente mucha gente vemos en este personaje una copia a peor de lo que había significado en Italia y durante muchos años Silvio Berlusconi. No nos engañemos, no es tan idiota como parece. Aunque exagerado, conecta con las pulsiones y si se quiere con las bajas pasiones de una parte significativa del pueblo americano. Por ello una puesta en escena tan agresiva, llamativa y con tanto mal gusto. Y puede ganar, porque como vemos también en la más formal Europa, el populismo más reaccionario y sólo aparentemente democrático va obteniendo mayor predicamento. Cada vez más, los sondeos no captan los malestares y los votos a la contra que se deciden en la privacidad del «cuarto oscuro» del colegio electoral.
Si se acabara por producir el escenario espantoso de la victoria de Trump en las elecciones de noviembre, resultará paradójico pues lo hará con el voto de los sectores más populares, los más desnortados y temerosos y fundamentalistas de signo protestante de la sociedad americana. Contrariamente, Hillary Clinton tendrá el voto tradicional demócrata de clase media y acomodada, las grandes ciudades y las minorías étnicas, y un resignado voto progresista que acabará optando por el mal menor. Aparte del carácter antipático y soberbio de la candidata, la izquierda norteamericana -que también la hay-, identifica los Clinton como una familia de intrigantes con un exagerado sentido del poder, que siempre han sido la opción preferida de Wall Sreet, los tecnólogos de Sillicon Valley y de las grandes corporaciones empresariales de Estados Unidos. Es lógico, la gran desregulación de los años noventa que dio lugar a la apoteosis financiera -la derogación de la ley Glass Steagall de los años treinta- la hizo Bill Clinton, así como el gran impulso a la globalización económica que nos ha llevado a la actual corporatocracia. Hillary Clinton promete más tratados comerciales liberalizadores (TTIP) y profundizar en unas reglas mundializadoras que nos reportarán aún más desigualdad. No nos confundamos, en estas elecciones, los progresistas sólo podemos perder.