La llamada refundación de Convergencia Democrática de Cataluña ha dado lugar en último fin de semana en una escenificación bastante elocuente de cómo han cambiado los tiempos, con toques de sainete bastante indicativos que cuando se van perdiendo espacios de poder de manera progresiva y se huele una cierta derrota, desaparecen antiguas unanimidades y se van abriendo las costuras. Para mantener las metáforas marineras tan de su gusto, diríamos que los síntomas de naufragio lo que hacen es acelerar las decisiones erróneas de los mandos, lo que provoca la aceleración de la zozobra. El falso debate sobre la nueva denominación y las ínfulas de mantener el liderazgo por parte de Artur Mas han levantado protestas y alzado una rebelión, impensable hace unos años cuando este partido estaba en manos del Gran Timonel. De hecho, Convergencia no ha podido superar un pujolismo que lo era todo, y sus hijos políticos han tenido que mudarse de unas siglas demasiado vinculadas a la corrupción institucionalizada que había facilitado su patrón. Mientras la cultura política de izquierdas asiste atónita a una derrota de CDC, provocada por ellos mismos, por la que habían batallado y no consiguieron durante más de treinta años en los que realmente el pujolismo, además de convertirse en fuerza hegemónica, resultaba notoriamente antipático por su pretensión de representar en exclusiva la catalanidad.
De hecho no es sólo la corrupción del 3% y del núcleo familiar la que ha forzado a este intento de reconstruirse cambiando el nombre, sino también la notoria desorientación política en la que se mueve este partido desde el 2010, cuando Artur Mas apostó por surfear sobre la ola del creciente movimiento independentista, pretendiendo liderarlo. En nombre de mantener la hegemonía política y de poder, se quemaron etapas con una rapidez inusitada desde el particularismo nacionalista que pretendía mantener un encaje con tensión continua con España por aquello de «el peix al cove», a propugnar un soberanismo que permitiera una segregación parcial y pactada, para acabar defendiendo una independencia que se tenía que conseguir de manera rápida con una declaración unilateral en un plazo ya casi agotado de 18 meses. Con menos de cinco años, Mas ha pasado de ser Francesc Cambó, a pretender encarnar el Simon Bolívar de Cataluña. Indigerible para un electorado mayoritariamente conservador y de gente de orden. Una cosa era el verbalismo táctico de apelar a un horizonte indefinido de «plena soberanía», y una muy distinta acabar en manos del relato político plenamente independentista y anticapitalista de la CUP. ¡Hasta aquí podríamos llegar!
Aunque mucha gente lo considera un gran líder político, de carisma innegable, Artur Mas parece que terminará por ser el enterrador de un determinado imaginario y de una gran estructura de poder político. Su tacticismo, aunque le ha permitido resistir un tiempo, ha terminado por dinamitar el espacio político del que había disfrutado. La macedonia ideológica de la nueva organización –de ultraliberales a socialdemócratas- no contribuye a darle ni mucha lógica, ni aún menos cohesión. Situarse en el independentismo puro y en el republicanismo, no da sino la sensación de lo que se quiere es disputar de forma ilusoria del espacio político de ERC. El cambio de nombre no proporciona por sí mismo ni un relato coherente, ni una estrategia, y mucho menos un electorado. Todas las denominaciones resultan errores cuando no se sabe hacia dónde se va. Mientras tanto, una parte del conservadurismo catalanista se encuentra huérfano de representación y, según parecen indicar las últimas elecciones, no hace ascos a votar al Partido Popular en Cataluña, aunque el represente sea alguien tan antiguo y rancio como Jorge Fernández Díaz. Lo prefieren a las sorpresas y las ocurrencias.