El estallido de violencia urbana en el barrio de Gracia de Barcelona a partir del desalojo de un inmueble okupado y los tira y afloja en relación al proyecto de presupuestos del Gobierno de la Generalidad (¿presupuestos en junio?), han hecho aflorar de manera casi grotesca las contradicciones de fondo de la política y de la sociedad catalana. En el primer caso, el desahucio por orden judicial del «banco ocupado», además de atraer a Barcelona una vez más unos cientos de guerrilleros urbanos que se apuntan a todos los conflictos y que a base de violencia los desnaturalizan, ha puesto de manifiesto la notoria impostura que fuera el ayuntamiento convergente de Barcelona quien les pagara religiosamente el alquiler, como unos hijos de buena familia cualquiera que ejercen de alternativos saqueando la tarjeta de crédito de sus padres. El engaño recae tanto en quien paga como en quien se lo deja sufragar. El sentido del movimiento okupa radica, creo yo, en hacer gestos de denuncia en relación a las dificultades de acceso a la vivienda que tienen los jóvenes, o la falta de espacios y de equipamientos públicos en determinados barrios, gestos que puedan forzar a la administración a actuar con las políticas adecuadas. Pretender apropiarse de un espacio de manera definitiva -y pagando la Administración- desnaturaliza el papel que les corresponde a unos y otros.
En cuanto al debate presupuestario, la CUP está tensando de la cuerda hasta el extremo de casi dinamitar los equilibrios precarios de la política catalana actual, porque no quiere quedar como la muleta del establishment, papel que aceptó hacer con aquel acuerdo de enero para la investidura de Puigdemont, legítimo en los contenidos, pero bastante vergonzante en las formas. Mientras JuntsxSí se esfuerza en hacer malabarismos para dar cifras que pretendidamente demuestren un imposible carácter social del proyecto presupuestario, la CUP gesticula con romper la baraja si no se satisfacen propuestas tirando a excéntricas, que ponen los pelos de punta a toda aquella gente de orden que se embarcó con ellos para hacer un trayecto político hecho de experiencias muy emocionales, pero que para nada rompieran el orden social y económico y la hegemonía de un determinado status quo. ¡Con las cosas de comer no se juega! El error de la CUP estuvo en creer que, porque llevaban Lluis Llach en las listas, JuntsxSí tenían voluntad de revuelta y vuelco social, mientras que éstos cometieron la ingenuidad de creer que la CUP, en nombre del «Proceso», abandonaría el izquierdismo de escaparate que está en su naturaleza. Al final, en política, todo el mundo acaba por hacer el papel que le corresponde.
Que nadie se engañe, irán hasta el límite de lo que es ridículo apelando unos a la ocupación masiva de las segundas residencias y los otros aceptando que sí, que el tema del barrio de Gracia es culpa del excesivo celo de los Mossos d Escuadra, facilitando de común acuerdo un nuevo espacio para salvar la cara y para poder exhibir «radicalidad» y, de paso, calmar los ánimos. Mejores o peores, habrá Presupuestos, porque más allá de determinadas teatralizaciones, nadie quiere asumir el coste de la ruptura. Ir a nuevas elecciones en Cataluña significaría reconocer que la irrealidad en la que estamos instalados los últimos años ya no da más de sí. Aunque no vamos a ninguna parte, aunque el Proceso se ha amortiguado, aunque no habrá ni desobediencia ni desconexión, por poco que la impericia del Estado ayude -y suele ayudar bastante-, no se tiene mejor estrategia que alargar la agonía lo más posible. El «ir tirando», es una actitud muy catalana. Mientras tanto, los problemas sociales y económicos del país, que son muchos y gravísimos, quedan confinados en el limbo de la agenda política y mediática.