Desde hace un tiempo y siguiendo un in crescendo continuo, el debate y el combate político en Cataluña y España se polariza en torno a los conceptos de vieja y nueva política. Un argumentario simple y funcional, con adjetivaciones que contienen mucha carga, pero que tienden a producir una simplificación excesiva y ahorrarse, de paso, mayores cotas de compromiso y de definición programática. Los que se presentan como «nuevos», además de que en algunas cosas no lo son tanto, dan a la novedad un valor intrínsecamente positivo, vinculado a lo que se estrena, diferente y limpio; atribuyendo a la vieja política, en contraposición, todo tipo de connotaciones negativas: viciada, obsoleta, opaca e, incluso, sucia. Entrando y respondiendo a esta lógica, los partidos de toda la vida se presentan como representación de lo que es sólido, solvente y responsable; descalificando las nuevas alternativas como frívolas, radicalizadas y sin un proyecto viable. Si el debate se mantiene en términos puramente superficiales, los que representa la novedad tienen mucho que ganar. Somos consumidores compulsivos atraídos siempre por lo que es novísimo, y sólo cuando ya hemos hecho la opción nos planteamos si lo que acabamos de «comprar» nos es útil o no.
Ciertamente, los nuevos partidos políticos han surgido porque los tradicionales no es que fueran antiguos y tuvieran historia, sino porque una parte de la ciudadanía los percibía como viejos y superados, les habían decepcionado y ya no resolvían sus problemas. Especialmente si lo miramos en el ámbito de la izquierda, las nuevas propuestas nacen ante la insatisfacción de los viejos partidos entre buena parte de los votantes, su falta de respuestas a las nuevas disparidades y por haber dejado de representar los anhelos de mayor bienestar y equidad social, y haber aceptado que la pobreza y la precariedad social y laboral no sólo crecieran sin freno, sino que a menudo han hecho la función de justificarlas o impulsarlas practicando políticas que, al menos según sus fundamentos ideológicos, no les correspondían. El fracaso político, la pérdida de apoyos de las izquierdas tradicionales y el surgimiento de nuevas opciones tanto en Cataluña como en España, tiene que ver con el vacío político creado cuando se abandonaron determinados principios y se cayó en políticas, tanto en forma como en fondo, que no representaban los intereses ni proporcionaban perspectivas de futuro a las clases subalternas. La evidencia del camino errado tomado por los viejos partidos durante décadas, es justamente el surgimiento de nuevas opciones.
Las nuevas propuestas políticas han aportado mucho. Han puesto sobre la mesa las preocupaciones ciudadanas reales y han planteado una sacudida del ambiente político que, sin duda, era del todo necesaria. Nuevos protagonismos, comportamientos renovados, mayor transparencia y los grandes problemas que afectan a la ciudadanía han recuperado el papel central que nunca debían haber perdido en la agenda política. Se han distendido también el lenguaje y unas formas que habían llegado a ser muy rígidas y generadoras de distancia entre ciudadanía y política. Pero a los nuevos partidos, y especialmente en algunos de los nuevos líderes, les sobra un poco de arrogancia y a veces los pierde una notoria tendencia a confundir la transparencia y espontaneidad con el mero espectáculo; el pensar que en política sólo hay forma y se convierte en poco relevante el contenido. La política entendida como un plató de televisión perpetuo corre el riesgo de convertirse en parodia. Los nuevos grupos políticos sintonizan bien con un estado de ánimo colectivo que los partidos de siempre dejaron de captar. Les falta convertir el malestar en un proyecto político sólido, sin traicionar los principios y no comenzando ya ahora el camino para ser mañana una reedición de la «vieja política».