Propietarios y parceros

Gran parte del imaginario catalán responde aún a la cultura rural. A pesar que como país nos consideramos modernos y cosmopolitas, la realidad es que las reminiscencias de tipo ruralista son una constante, especialmente en el mundo nacionalista/soberanista, donde las cuestiones ancestrales, las tradiciones, los vínculos con la tierra y, por qué no decirlo, el clasismo de toda la vida está todavía muy vigente. Hay una parte del país, unos grupos sociales y una gente que siguen actuando como si esto fuera un predio y ellos fueran los dueños, los que viven en la «casa grande», mientras que el resto de la gente somos considerados como colonos a los que se nos trata con paternalismo, displicencia y, cuando conviene, estableciendo y recordando de manera abrupta las reglas de preeminencia y de autoridad. Jordi Pujol y Marta Ferrusola se comportaron siempre como propietarios, como dueños, aunque la burguesía catalana de toda la vida, los de piso en Pedralbes y casa de verano en Caldetes, no les reconocieron nunca del todo esta condición ya que , de hecho, veían a Pujol como un tendero de éxito, como un parvenu sin distinción ni clase. Pujol lo notaba y le disgustaba sobremanera, y cuando podía les restregaba que las nuevas élites dominantes eran los nacionalistas que habían engordado a su sombra y entre los que él ejercía de líder. Se soportaron, pero nunca la relación con la burguesía catalana de toda la vida, que lógicamente y en buena parte había convivido entre bien y muy bien con el Franquismo, no fue una historia de amor. Sólo un matrimonio de intereses y de conveniencia. Incluso los más ilustrados y abiertos de la élite barcelonesa tenían más buena conexión con los socialistas catalanes que dominaron durante años la política de la capital catalana. Por ello Pujol y sus huestes no soportaron nunca Pasqual Maragall. Tenía unos contactos y salones barceloneses abiertos a los que el Pujolismo le costaba ser invitado y aun cuando lo era, los anfitriones guardaban a buen recaudo los cubiertos de plata. ¡Hacían santamente!

Pero tierras adentro, en la Cataluña interior, las cosas eran diferentes y Pujol reinaba entre colonos y los trataba como tales. Golpecitos en la espalda, exigencias y recriminaciones, y también de vez en cuando les daba algún coscorrón. Su chulería en público y las malas maneras en privado, tenían mucho que ver con la dureza con que es preciso tratar a la gente subalterna para evitar que extravíen algo a la hora de entregar «las partes». La obsesión de Jordi Pujol era que su herencia sólo podía pasar a su familia de sangre. La confianza en otras personas siempre fue limitada, desconfiado como era, y pensaba perpetuarse creando una dinastía, mientras una parte del país lo consideraba aceptable. Primero Miquel Roca, sólo tenía que ser un hombre de transición, el cual terminó por irse, aburrido de ser maltratado por la rumorología que se lanzaba desde el mismo entorno del Presidente. Roca era un hombre de demasiado nivel como para aguantar según qué formas y según qué personal del entorno pujolista. Probablemente sabía demasiado como para pensar que tarde o temprano el castillo de naipes no se desvanecería, y tampoco era cuestión de que se le cayera a él encima o lo salpicara. Se marchó en 1996, y fue evidente para quien aún no hubiera perdido del todo el sentido crítico, que Pujol prefería entornos extremadamente fieles y de bajo nivel, más que gente con vuelo y criterios propios. Miquel Roca ya había pasado a la historia como ponente constitucional y creyó que ya era el momento de dedicarse a hacer dinero explotando talento, pero sobre todo una magnífica agenda de contactos. Parece que las cosas no le han ido precisamente mal y alguna sonrisa mal disimulada se le debe escapar cuando ve los problemas judiciales que debe afrontar «la familia».

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