La política catalana parece haber adoptado un perfil bajo, sufre un cierto estancamiento, además de aparentar buenas dosis de confusión, después de la sobreexcitación vivida entre las elecciones de septiembre y la configuración in extremis del extraño pacto -no por el hecho de hacerlo, si no por las formas con que se hizo- entre JuntsxSí y la CUP. Que se hiciera el acuerdo y se hiciera Gobierno se planteaba a priori como un hecho capital, de vida o muerte, el ser o no ser del Proceso. Tres meses después, parece que todo haya quedado medio paralizado y la sensación generalizada de reflujo es bastante notoria. De hecho, la sustitución forzada de Mas –un paso al lado, dijo él- tiene algo que ver, pues el perfil de Carles Puigdemont es bastante más modesto que el carácter mesiánico y marcadamente egocéntrico que había ido tomando Mas, especialmente en los últimos años. Seguramente, para que excesos y desencuentros de la política catalana puedan tener alguna vía de salida futura, necesita justamente una época más calmosa y de mayor moderación en las adjetivaciones de las cosas. En definitiva, bajar el tono es un paso ineludible para que las diversas «cataluñas» que hay en Cataluña se puedan reconocer, para recuperar además un cierto sentido de realidad.
Resulta paradójico que justamente el carácter vibrante del Proceso, se haya perdido a partir del momento en que se obtuvo aquello por lo que tanto se había esforzado, en forma de mayoría parlamentaria para la independencia. Como dice el proverbio oriental, «vigila con lo que deseas, pues corres el riesgo de que te sea concedido». Hay un poco la sensación de, «¿y ahora qué?», mientras los discursos de la mayoría son cada vez más vacilantes y contradictorios. Una cosa es hablar de manera encendida y pomposa de hacer «leyes de desconexión» y un poco más difícil es concretarlo con normativas administrativas que vayan más allá de los habituales brindis al sol. Una cosa es hablar de la «internacionalización de la cuestión catalana» y bastante diferente tener y obtener interlocutores exteriores que te reciban y se interesen por lo que te gustaría plantear. Justamente, la profunda fractura y confusión política en la que vive Europa, con varias crisis internas entre las que la de los refugiados y la eclosión de discursos insolidarios no son menores, no ayuda mucho que el tema catalán y los contenciosos intraestatales en general puedan ser abordadas. Mientras tanto, las contradicciones internas del independentismo afloran -quien les iba a decir a la gente de ERC que terminarían aprobando subvencionar las escuelas segregadas del Opus- y que la falta de liquidez requiere de ponerse de acuerdo con el gobierno central más que emitir «bonos patrióticos».
El Proceso ha mantenido la antorcha encendida estos años con fuertes dosis de épica, lo que parece ahora haber menguado. Harían falta más «onces de septiembre» a lo largo del año para tener la ciudadanía concienciada y activada. Justamente las entidades agitadoras de la sociedad civil parecen haber perdido empuje y ser poco movilizadoras, una vez muchos de sus dirigentes se han recolocado en la política institucional. Los discursos de ahora, no rehúyen volver a situarse en «pantallas» que se decía estaban superados. Se vuelve a hablar de referéndum acordado o que no se puede ser prisionero del estricto calendario de 18 meses (ya han pasado 3) para hacer realidad la independencia. No se puede negar, sin embargo, que el independentismo utiliza lenguajes muy diversos, polisémicos y que tiene un relato diferenciado para cada estado de ánimo. Habrá seguro nuevas subidas de tono y nuevas empujes recalentadores. Difícilmente se evitará, sin embargo, una sensación cada vez más generalizada entre la ciudadanía, de que alguien les ha engañado. Que se les han prometido cosas que no se podrían cumplir.