Hay un debate pendiente de afrontar y que no parece muy central en los intercambios programáticos para formar o no gobierno en España, que es la remodelación profunda del sistema fiscal y tributario. Como mucho se habla de un genérico «bajar impuestos» (¿a quién?) o bien de conseguir una disminución del fraude fiscal y laminar algunos de los exagerados mecanismos que permiten pagar poco justamente a los que más ganan. El tema es tan crucial hacia el futuro -de hecho de él depende en qué consistirá este futuro-, que cabría esperar a que la cuestión se abordara con más profundidad y ambición. El problema económico fundamental de los Estados reside justamente en una recaudación insuficiente, no porque gasten en exceso, sino porque los sistemas fiscales vigentes están pensados para que sólo coticen las rentas del trabajo. Insuficiente a todas luces, pero sobre todo injusto y sin ejercer el papel redistribuidor de renta y de riqueza que también le correspondería al sistema tributario. Su función no debería ser sólo ingresar, sino también la de reequilibrar.
Con la crisis económica y la puesta en evidencia de los niveles de endeudamiento público agravados por el déficit presupuestario, la doctrina liberal dominante obsesionada en reducir la intervención pública, lo que el propagandista neoliberal Grover Norquist definió gráficamente como el objetivo de «reducir el gobierno al tamaño que nos permita ahogarlo en la bañera», ha acusado al Estado de ser insostenible con sus necesidades de gasto público crecientes ya su entender injustificables. Es cierto que los ingresos fiscales han ido cayendo durante y por efecto de la crisis económica, aunque no únicamente por ello, ya que esta es una tendencia que se había ido desarrolando mucho antes de 2008, como resultado de la disminución de la tributación de las rentas de capital, las inmensas fortunas y las grandes corporaciones con domicilio fiscal indeterminado y con múltiple mecanismos de exención, lo que para situarlo fuera de la criminalidad se denomina como «elusión fiscal». Lo peor no es que haya caído circunstancialmente la recaudación, sino que décadas de propagandismo favorable al recorte de impuestos ha terminado por convertir este objetivo en un ideal económico y político.
Uno de los aspectos más sorprendentes de los últimos años, es hasta qué punto se ha logrado «despolitizar» el debate sobre los impuestos y sobre la fiscalidad, no sólo reduciéndolo todo a una cuestión técnica en relación a la obtención de los ingresos ineludibles de unos estados tendentes a malgastar, sino y especialmente vaciar el significado profundo que tiene el sistema tributario como vía de predominio de lo colectivo y como mecanismo básico e imprescindible de redistribución de la riqueza. En un mundo en el que, quien más quien menos considera inaceptable el nivel de desigualdad acumulativa y creciente de nuestras sociedades, hasta niveles que ponen en duda la viabilidad de estas, curiosamente nadie parece querer poner en relación al empobrecimiento mayoritario con el 1% de ricos que concentran cada vez más una mayor proporción de las rentas. Los sistemas tributarios que ya no es solo que tengan notorias grietas y sean burlados por los sectores acomodados de manera casi pornográfica, es que la naturaleza sobre las que se sostienen las estructuras fiscales, su propio concepto hace tiempo que ha dejado de tener mucho sentido, si es que pretendemos disponer de un sector público que garantice un nivel de servicios y de bienestar aceptable a la ciudadanía y al mismo tiempo evite una polarización de rentas tan extrema que pone en duda el mismo futuro del sistema económico y social. Estamos claramente ante un sistema de contribución al común insuficiente y nada equitativo y aún menos eficaz, pero especialmente ante un paradigma tributario totalmente desfasado.