La deconstrucción de Europa

Europa ha sido siempre más de una idea, un concepto, que un territorio específico. Las crisis suelen poner en evidencia la debilidad de las estructuras que parecían sólidas y la escasa solvencia de convicciones que en épocas de bonanza aparentaban estar bien asentadas. La construcción europea, que durante décadas pareció que caminaba aunque de manera quizá demasiado lenta para algunos, con pasos continuadas hacia conformar una unidad social y política, además de económica, hacia la culminación de un modelo civilizatorio cohesionado, integrador y solidario, se ha demostrado a partir de 2008 más bien débil, regresivo y con tendencia al predominio de discursos nacionales insolidarios, del “sálvese quien pueda” ,y a consolidar la noción de ser una isla con un cierto nivel de desarrollo que se debe proteger de envidias y amenazas externas. Las situaciones críticas y convulsas no evidencian ni ponen en juego lo mejor de las personas, y mucho menos de las sociedades y de sus gobernantes. Lo que vivimos no es una crisis financiera, ni siquiera sólo económica, es el final de una época que ha llevado hasta el paroxismo el individualismo, el exagerado espíritu de lucro, la desigualdad extrema, la expansión de viejas y nuevas formas de pobreza, precariedad e inseguridad. La Unión Europea, que se fundamentó en el pragmatismo economicista de los años de expansión, no ha resistido los crudos embates de la realidad de estos inicios de siglo.

Lo que sucede en el tema de los refugiados que son gaseados y tratados como animales en Europa del Este además de una enorme vergüenza para todos, es la evidencia de la incapacidad de Europa de responder a los ideales y los valores que teóricamente al menos adornaban su sofisticada cultura democrática. Incapacidad para responder a una situación de emergencia humanitaria que no admitiría de dilaciones, pero a la vez incapacidad de prever que esto podía pasar en la medida que se descuidaron durante muchos años los vínculos y las solidaridades con la parte sur del Mediterráneo. No se quiso entender que este mar debía ser, como había sido históricamente, un nexo de relación y comunicación y no una trinchera que mantendría alejada la pobreza y el desengaño de nuestras vidas. El problema no son las «deficiencias democráticas» de los países balcánicos ni una especial falta de consideración en aquellos lugares hacia los recién llegados. Las cosas no se hacen mejor en Francia, Gran Bretaña o Alemania. La amenaza de salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, forzando concesiones indignas, no es sino un aspecto más de la materialización del fracaso del proyecto continental. Como lo ha sido una hegemonía alemana que ha impuesto las duras políticas de austeridad en los países del sur y en el que el maltrato infringido en Grecia sería una de sus formas más elocuentes y extremas.

Europa, la Unión Europea, ha dejado de ser un concepto de bienestar y de progreso vinculado a la primacía de lo social y solidario, para convertirse en un espacio fracturado y convulso donde se han impuesto los intereses de los mercaderes y de las finanzas, el capitalismo más desnortado, por encima de la cultura de la satisfacción de las necesidades colectivas, de ser lugar de encuentro y de interacción de singularidades que nos enriquecían. Sus clases dirigentes, ya no abogan por la integración, la confluencia, el desarrollo común o la compasión; sino que optan por el miedo, la exclusión, la desconfianza, la hegemonía particularista, la xenofobia y el restablecimiento de fronteras. Más que en construcción, Europa parece haber iniciado hace un tiempo un proceso de deconstrucción. «Otra Europa es posible», arguyen algunas izquierdas. Probablemente así sea, pero parece que este proceso no haya siquiera iniciado.

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