El malestar con la política

La política es el único instrumento del que pueden disponer los ciudadanos para reequilibrar la sociedad. No hay otro. De hecho, es tradición de la derecha que cuando gobierna encuentre que la dicotomía izquierda-derecha está superada, que está pasada de moda, que es como decir que no hay alternativa. Lo peor no es el argumento, sino que en ocasiones la izquierda que busca hacerse con la entelequia llamada «centro político» acabe defendiendo el mismo argumento. Es entonces, cuando el conservadurismo ha impuesto su marco referencial. Si la izquierda acepta, como lo hicieron el nuevo laborismo y las terceras vías y parece que tiene la tentación de seguir haciéndolo la socialdemocracia, que el ámbito económico es el que dicta las reglas como si fuera una algo perteneciente al destino de la condición humana, evidentemente izquierda y derecha hacen caer sus fronteras. El resultado no es un planteamiento híbrido, sólo es derecha.

El fenómeno de la desafección política, tan evidente desde hace años, ha comenzado a preocupar, tal vez un poco tarde, a las élites políticas. A menudo, este desinterés por la política, este alejamiento de la participación por una parte no despreciable del electorado, se interpreta erróneamente como una dejadez en las obligaciones cívicas, y se pretende recuperar la implicación con campañas públicas apelando a la responsabilidad los ciudadanos. Con ello se obvia un aspecto crucial de todo esto, y es que la ciudadanía se ha alejado de la política porque ha detectado que esta ya no es el campo de juego en la que se deciden las cosas realmente importantes. Las dinámicas sociales se han emancipado de la política, en la medida en que ésta se ha vuelto irrelevante. Aquí radica una parte importante del problema. Este rechazo por «lo político» no toma necesariamente la vía de la abstención y el «me da igual» cuando hay elecciones, sino lo que ha sido bastante evidente a últimas contiendas en Cataluña y España, en un voto no de convicción sino cambiante y a la contra.

La paradoja de nuestro tiempo, como ha explicado de manera elocuente David Held, es que tenemos que lidiar con problemas colectivos que tienen más intensidad y una extensión transfronteriza, mientras que los medios que disponemos para abordarlos son escasos e incompletos, antiguos. Aunque se haya planteado así, el Mercado es incapaz de abordar los problemas derivados de las externalidades, como la degradación del medio ambiente, de garantizar el suministro de bienes públicos esenciales como educación, salud o transportes. También el mercado es incapaz de corregir y acabar con los grandes desequilibrios macroeconómicos globales. Dejar en manos de los mercados la resolución de los problemas de producción y de distribución de los recursos es ignorar las profundas raíces de muchas dificultades económicas. Como ha definido de manera precisa Zygmunt Bauman, «la esencia del poder consiste en tener el derecho a definir», y en estos momentos la política tiene escasas posibilidades de definir nada.

Parece evidente que hay una gran desproporción entre el poder de las actividades económicas globalizadas y un poder político que sigue siendo nacional. El poder económico global, además, no es un gobierno económico común, es sólo un sistema de intereses entrecruzados, donde se mantienen aspectos de competencia de forma habitual, pero que donde se comparten objetivos con el interés compartido de disponer de los mínimos marcos regulatorios y el de forzar a los estados a la posición de promoción de sus intereses, cuando no de pura y simple genuflexión. Aunque el término sea feo, tienen razón los que hablan de reempoderar la sociedad. Hacerlo significa volver a situar la política en un ámbito central y el bien común recupere su carácter decisorio.

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