La pobreza estigmatizada

En nuestro mundo solemos ser prisioneros de la vieja noción del liberalismo anglosajón y de la Inglaterra victoriana que asocia la pobreza al fracaso personal de los individuos que son víctimas, debido a su falta de esfuerzo, indolencia, vicios y una cierta irresponsabilidad. Como mucho, se les concede que puedan haber sido víctimas de la desgracia, el destino o bien de la falta de suerte. No se acostumbra a analizar la pobreza cada vez más numerosa y profunda como el resultado de economías inadecuadas, estructuras sociales injustas o de políticas poco dadas a la equidad. Sobre la pobreza, sobre su combate, podemos oír a menudo grandes afirmaciones genéricas sobre superarla y sobre posibles planes de choque para paliarla, algo que que, curiosamente, no se acaban nunca para concretar en medidas específicas. De hecho, se trata a la pobreza como si fuera una enfermedad de la que hay que alejarse y protegerse, como si la posibilidad de caer en esta dolencia se pudiera dar por el simple contagio. Como en la vieja moralidad católica, se puede hacer caridad a los pobres, pero se les debe mantener recluidos y distantes, pues en el fondo los consideramos un peligro público con potencial para la rebelión. No fuera que nos hicieran perder nuestro status quo.

El tratamiento que está dando la vieja Europa a los refugiados sirios, lo es todo menos ejemplar y pone en evidencia la escasa capacidad de practicar la solidaridad tanto por parte de los gobernantes como por una parte significativa de la ciudadanía. Lo que era aparentemente la Europa más civilizada -la central y nórdica- justamente está incurriendo en episodios de menosprecio y maltrato a unos refugiados que, «genéricamente», había dicho que acogería. Está en duda que realmente exista lo que habíamos llamado «el modelo social europeo». La xenofobia que crece de manera galopante y que en algunos países ya está en el gobierno, les lleva a tomar decisiones indignas que hacen tambalear la noción de europeidad. La decisión danesa de incautar los bienes que llevan los refugiados -en el mejor de los casos unos cientos de euros- es de una miseria moral incalificable y del todo injustificable. Es el puro placer morboso de humillar a gente pobre y refugiada, como si así fuéramos menos desgraciados los que hemos tenido la pura suerte de caer en el lado más favorable del mundo.

El Ayuntamiento de Barcelona y el nuevo Gobierno de la Generalitat, parecen haber coincidido en el tiempo a la hora de expresar su preocupación por el cambio climático y afirman estar dispuestos a tomar medidas. Actitud bien loable, teniendo en cuenta que el del calentamiento global es probablemente el mayor reto que tiene planteado nuestro mundo. Cuando se va a las concreciones, se descubre que también del deterioro medioambiental vamos a responsabilizar a los pobres. Que la medida estelar sea retirar de la calle la flota de vehículos de más de veinte años, significa dejar sin coche a los pobres. Quien utiliza estos vehículos no lo hace por afán coleccionista, sino por qué no tiene la posibilidad económica de cambiarlo. No nos engañemos, este planteamiento institucional, curiosamente a la vez de derechas e izquierdas, no tendrá ningún efecto sobre el clima, pero sí que infligirá una humillación más a aquellos que tienen dificultades. Se podía haber priorizado el actuar contra los vehículos de gama alta y alta cilindrada, por cambiar las calefacciones de combustión de fósiles en los equipamientos públicos, en estimular el cambio de los sistemas de calentamiento privados, en mejorar el transporte público para desincentivar el recurso al vehículo privado… Después mucho anuncio de «planes de choque contra la pobreza» o de grandes planes «de acción social». Postureo.

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