Las 62 personas más ricas del mundo tienen lo mismo que los 3.600 millones de personas más pobres. Aunque sólo es un dato, no hace falta decir mucho más para concluir que vivimos en un mundo profundamente injusto y en una economía equivocada. Lo destaca un demoledor informe que ha publicado esta semana Intermón-Oxfam. El problema no es sólo que la cifra es indecente, lo peor es que esta desigualdad no hace sino aumentar de forma exponencial año tras año. Es una iniquidad acumulativa que sin duda nos lleva a un colapso civilizatorio dramático y que en medio termina con la noción de sociedad inclusiva y de sistema democrático, así como con cualquier rastro de vida digno. Este proceso que las instituciones políticas nacionales y estatales se muestran incapaces de revertir, no es el resultado de imponderables cósmicos o bien el fruto de una casualidad histórica. Justamente tiene que ver con opciones económicas, que en último término son políticas e ideológicas, que son las que se han impuesto justamente en el mundo occidental rico los últimos treinta años. Aunque los que abonan las corrientes económicos y políticos que conducen al enriquecimiento y empobrecimientos extremos no lo plantean abiertamente de esta manera y hablan de las bondades de la libertad económica estricta, del individualismo motivador y del aumento de riqueza generalizado que debería conllevar la globalización económica y la desregulación de la intervención pública; en realidad a todo esto nos lleva el triunfo de la economía financiarizada sobre la política, el interés individual sobre ninguna consideración colectiva, la preeminencia del globalismo sobre el marco local.
Hay quien argumentará que la desigualdad ha existido a lo largo de la historia, o bien que el capitalismo y la injusticia son conceptos casi sinónimos. Sí, pero no. Las desigualdad sociales siempre han tenido unos límites que o bien los han puesto los riesgos de insurrección o bien la imposibilidad del propio funcionamiento de la economía cuando los desequilibrios son extremos. El keynesianismo imperante las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial supuso que la intervención estatal y una cierta contención del capital en la maximización de los beneficios de cara a evitar la revolución política y social, diera lugar a sociedades y economías bastante inclusivas en las que unos razonables niveles de salarios que aseguraban los sindicatos, las normas reguladoras públicas y un sistema de tributación progresivo, permitieran construir realidades bastante estables e inclusivas, progresivas económica y socialmente, que es lo que convinimos en denominar el Estado de Bienestar o bien el modelo social europeo.
Sobre todo a partir de los años noventa, se aceleró una carrera capitalista de máximos, donde las élites económicas y las grandes corporaciones obtienen gracias a la primacía ideológica del liberalismo económico extremo y el conservadurismo político, que el Estado retire cualquier tipo de control y su escenario de acción descontrolada sea el mundo entero. Ni las clases medias ni la cohesión ya importan. A partir de aquí, ocurrencias financieras de la peor especie, deslocalización industrial hacia los paraísos del trabajo esclavo, paro y precariedad laboral y salarial también en el Primer Mundo y, sobre todo, dejar la tributación como algo que sólo hacen los pobres. Mientras las elites dominantes viven en un mundo extraterritorial -cosmopolita, lo llaman-, a la inmensa mayoría de la ciudadanía no nos queda sino resignarnos a los límites de un Estado-Nación que ni puede ni quiere hacer nada por nosotros, para que nuestra vida pueda tener un mínimo de expectativas en forma de trabajo, salario digno y unos aceptables servicios públicos. Va perdiendo así su legitimidad. ¿Cuánta desigualdad puede resistir un sistema democrático?