Llama la atención últimamente el repunte que parecen vivir las actitudes y el lenguaje machista, y ya no digamos la plaga de la violencia de género que está muy lejos de erradicarse, como si la crisis económica y social hubiera reforzado la tentación a proyectar las frustraciones de esta manera especialmente miserable. Pero, aparte de este machismo violento y trágico, parece que se haya revitalizado en los últimos tiempos -y lo que es peor, que se acepte con naturalidad-, un sexismo que practica la violencia y la agresión verbal que de hecho participa de la misma cultura en la que se incuba la violencia física. La red y los campos de fútbol son dos ámbitos que, con un cierto anonimato o no tanto, se expresan de manera brutal las peores pulsiones y las expresiones de degradación extrema hacia las mujeres. Los estadios de fútbol no han sido nunca un lugar muy culto ni ejemplar, pero al igual que se ha acabado por perseguir en ellos las manifestaciones racistas, debería hacerse con un machismo que ha devenido insoportable. La impunidad de la red resulta en muchos aspectos indecente, y en el aspecto de la violencia verbal con las mujeres o con la libertad sexual las expresiones dan pavor. Alguien dirá que esto son las rémoras de una cultura patriarcal y machista, pero lo cierto es que no progresamos adecuadamente. Los que fuimos educados, por ejemplo, en los años setenta, hemos tenido que esforzarnos para superar unos valores que nos impulsaban a hacer de «machos-alfa» y a ser poco respetuosos y considerados. Probablemente no nos hemos esforzado lo suficiente -aún nos suelen hacer mucha gracia chistes sexistas que no nos deberían hacerla- y nos queda mucho camino por recorrer. Sorprende, sin embargo, que las generaciones con modelos educativos más avanzados han justamente avanzado poco en este aspecto.
En la política parece que también últimamente las cosas evolucionan en relación al machismo imperante en el mal sentido. Hace unos años sólo nos sorprendían de vez en cuando algunas declaraciones de algún elemento de la “carcundia” más de derechas. Recuerdo ahora unas lamentables declaraciones de un alcalde del PP sobre una ministra del PSOE, sin que su partido le hiciera dimitir por vergüenza ajena; o bien las cantadas redundantes de un impresentable como Silvio Berlusconi. En Cataluña con los ardores políticos de los últimos tiempos, el machismo en la política y en relación a ella llama mucho la atención, y parece darse por bueno. Dos ejemplos recientes. Lo que se ha dicho en público y en privado de la cabeza de la oposición Inés Arrimadas dando por hecho que ha llegado donde ha llegado por el físico, debería ofender a cualquiera, sea del partido que sea. He oído alguna tertuliana habitual, de las que se las da de feminista, justificarlo. Lo que se les ha dicho a las mujeres de la CUP últimamente es una indecencia que inhabilita a cualquiera que lo hace, ya sea en la red como en la barra de un bar. Comentarios más que torpes sobre indumentaria y gustos estéticos. ¿Cómo se puede ir más allá, cuando un periodista encuentra normal llamarle en público en Anna Gabriel «puta traidora»? La política debería volver a ser espacio de respeto y de tolerancia -que no significa ausencia de pasión-, pero el insulto y la descalificación deberían estar desterrados. Utilizar las peores pulsiones machistas, recorrer la violencia verbal en relación a las mujeres no es sólo la evidencia de estar faltos de argumentos, es la inhabilitación para participar en el espacio público. Si lo toleramos como meras «salidas de tono» o “excesos puntuales» estamos perdiendo la partida en la construcción de una sociedad más justa y equilibrada, más decente.