Sin gobierno

Cataluña y España, aunque por razones y con naturalezas bastante diferentes, han visto cómo se rompía su estabilidad política y la posibilidad de erigir de manera sencilla mayorías para gobernar, dominando la fragmentación política y dificultades notorias para transaccionar y llegar a acuerdos, lo que significa largos periodos de transición de gobiernos en funciones y una recua de elecciones seguidas, buscando hegemonías políticas sólidas que difícilmente el electorado está dispuesto a conceder. Son tiempos de expresión de diversidades extremas y de lealtades políticas e ideológicas poco sólidas, notoriamente cambiantes en función del estado de ánimo que se quiere proyectar. En Madrid se ha roto el bipartidismo y la confianza mayoritaria en los dos grandes partidos que se turnaban en el poder, y han emergido propuestas políticas no sé si mucho mejores, pero al menos nuevas y un poco diferentes, lo que genera un mosaico más completo y dificultades de gestión por falta de cultura política de multipartidismo. En Cataluña, los matices políticos y su representación vienen de más lejos, pero justamente la crisis de gobernabilidad se produce cuando una parte del espectro político ha planteado una disyuntiva excluyente de la que, se mire como se mire, no ha resultado vencedora, ya que la realidad catalana no se deja reducir a una cuestión de dos bandosidades. Excepto si se dan sorpresas de última hora, todo parece abocar a nuevas elecciones en Cataluña y España, manteniéndose así largos periodos de interinidad de los gobernantes, situación que no suele ser la mejor para afrontar las grandes problemáticas de fondo que están planteadas. Quizás alguien argumentará que países europeos muy notables como Italia o Bélgica, suelen estar más tiempo sin gobierno que con él y que, sin embargo, siguen funcionando. A su favor juega, sin embargo, el disponer de estructuras administrativas más sólidas y profesionalizadas -que no más amplias-, menos sometidas a los vaivenes electorales.

Aunque los gobernantes actuales en Madrid y Barcelona no les gustaría reconocerlo, las semejanzas políticas de un lugar y otro son muy importantes, como lo es que las dinámicas en una y otra ciudad tienen notorias influencias recíprocas. Se puede ganar y se puede fracasar al mismo tiempo, y esto es lo que ha sucedido en un lado y otro. Rajoy ha tenido una amarga victoria que le ha llevado a perder no sólo la mayoría absoluta, sino también el 40% de su electorado. JuntsxSí ha obtenido el que CiU obtenía sola en 2010, pobre resultado siendo como ha sido una peculiar propuesta que reunía al partido del gobierno y el partido del jefe de la oposición para plantear un todo o nada. En ambos casos, son partidos ganadores que no pueden construir una mayoría para gobernar porque no tienen amigos con los que hacerlo, porque han hecho tierra quemada con los contrincantes y porque no tienen la posibilidad de especular -triangular- con acuerdos diversos. Tanto el PP como JuntsxSí escondieron sus líderes en campaña electoral, y más que representar la solución, lo reconozcan o no, constituyen buena parte del problema. Aunque con formas distintas, son liderazgos que tienden a lo mesiánico, intentando sacar partido al victimismo y con una fuerte tendencia a presentarse como redentores. Dirigentes que aunque se dicen europeístas furibundos, tienen maneras más bien peronistas -caudillistas-, que no semejantes a los políticos centroeuropeos. Unos y otros lo harán todo para mantenerse en el poder, al precio que sea, pues ni ellos ni sus acólitos se pueden permitir que se hunda el castillo de naipes que han construido. No es tan paradójico que se necesiten mutuamente para reforzarse. Los intereses que representan son exactamente los mismos.

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