Hubo un tiempo en el que pertenecer a Europa era un deseo, un gran objetivo en la vida de las personas y los pueblos, la evidencia de prosperidad civilizatoria. Europa estaba conformada por un imaginario construido con los valores de la libertad, la solidaridad, la inclusión social, la modernidad y la integración de los recién llegados. En la triste España franquista y de la primera transición política aspirábamos a que llegara el día en poder ser admitidos e integrarse de manera plena en un mundo que simbolizaba la democracia, el progreso, el ascensor social e incluso cuando era necesaria la compasión con los que tenían dificultades. Tierra de asilo, sabíamos de la importancia de la noción de mercado único, pero más que los mercaderes Europa era un concepto y no tanto un territorio, unos principios más que unas ganancias económicos. Conseguimos finalmente en 1986 que se nos admitiera en este club, no sin notorias exigencias para cumplir los mínimos establecidos para formar parte de ella. Quedaba claro que no se admitía a todos, especialmente si había déficits democráticos o de libertades y aprendimos que, al formar parte, nosotros también hacíamos un notable avance como sociedad. El despliegue, por último, del Estado del Bienestar y la llegada de abundantes fondos de cohesión para ponernos al día en fueron una clara evidencia de lo mejor del significado de “Europa».
Pasados los años, Europa se ha ampliado en gran manera con países y territorios, pero parece haberse diluido bastante en intensidad. La caída del muro de Berlín a la que siguió todo el sistema soviético, precipitó la incorporación muy rápida de países sin que las exigencias respecto a las condiciones de sus estados de derecho fueran demasiado explícitas. Se impulsó e impuso la noción de «Mercado Común», sin muchos escrúpulos en relación a las libertades o la implantación del modelo social europeo. Tiempo de predominio conservador, y muy neoliberal en lo económico, que impulsaron una Europa más interesada en construir un espacio geopolítico y económico, que en el desarrollo y profundización de un concepto. La crisis ha evidenciado bastante su deriva mercantil y puramente instrumental, con la hegemonía no precisamente de la mejor Alemania, la falta de mecanismos de gobernanza política plenamente legitimados o bien el predominio de políticas de profundización del sufrimiento y de notorio olvido del concepto de ayuda o bien de solidaridad. Los griegos podrían hablar mucho sobre el «sufrimiento inútil» que se les está infligiendo.
El tema de los refugiados de Oriente Medio ha destruido quién sabe si definitivamente el concepto y la imagen de la Europa abierta y solidaria. Hileras inmensas de gente no atendida y desconsiderada, pelotones policiales reprimiendo a los que huyen de la miseria y del terror, fronteras cerradas al sufrimiento ya las familias que llegan cansados y con criaturas, profusión de muros y alambradas. Cumbres y más cumbres para que los países incumplan después los migrados acuerdos de acogida, declaraciones de políticos contra los refugiados que son una afronta a la democracia, mientras el frío del invierno está condenando a esta pobre gente a sufrimientos extremos. Las imágenes de las hileras a pie por Eslovenia de esta semana, donde miles y miles de personas deben desplazarse a pie por los caminos, rodeados por policías a caballo como si fueran un rebaño, no es sólo que sean intolerables y nos remitan al peor de las deportaciones de hace sesenta años, es que dinamitan la concepción misma de Europa. La debilidad actual de la Unión Europea no reside tanto la adecuación de la moneda única o en la falta de una mayor unión política, sino en la falta de unos valores comunes plenamente compartidos.