Uno de los aspectos que más ha deteriorado la consideración de la política como actividad digna, ha sido la tendencia de muchos políticos que al dejar sus responsabilidades, en lugar de volver a su profesión prepolítica, el incorporarse a bien remunerados cargos en grandes empresas, cuya preparación para obtenerlos eran más que dudosos. La sensación cuando esto ocurre, y pasa muy a menudo, es que hay una comunión de intereses empresariales y políticos que lleva a sus protagonistas a hacerse mutuos favores. Nadie es tan ingenuo para pensar que la acogida de políticos en las corporaciones se hace de manera desinteresada, tras un proceso de selección abierto. Quien más quien menos tiene la convicción de que se pagan favores: «hoy por ti, mañana por mí». Las grandes corporaciones logran así condicionar tomas de decisiones políticas, la mayoría de las cuales tienen un gran calado económico y efectos negativos sobre las arcas públicas. ¿Qué no estará dispuesto a hacer en compensación la ACS de Florentino Pérez a los políticos que le blindaron el fallido negocio del almacén Castor con tres mil millones de euros? En realidad, eso que popularmente se conoce como el mecanismo de las «puertas giratorias», funciona también en la otra dirección, consistiendo en la incorporación a la política de grandes directivos empresariales o financieros, explicados como fichajes estelares, y que después de un tiempo de hacer «buen trabajo», vuelven a la empresa. La ida y vuelta de banqueros de Wall Street en la Reserva Federal o el gobierno norteamericano es un clásico, como lo es entre la gente de la City de Londres y los gobiernos británicos, como muy bien explica el politólogo de moda Owen Jones. Los directivos de Goldman Sachs llevan o condicionan las finanzas y las políticas económicas de muchos gobiernos y de instituciones europeas.
Acaba de morir el ex-dirigente de la Izquierda Unida Jordi Miralles. Sin duda una persona que llevó con dignidad tanto su estancia en la primera línea política como su salida. Los medios han destacado de él, como si fuera una gran anomalía, que dejó el Parlamento y volvió a ejercer su profesión de cartero. Lo que debería resultar un hecho normal convertido en excepcional, no por culpa justamente los medios sino debido al poco hábito de hacerlo. Se ha instalado la funesta idea de que la política es una actividad con grandes posibilidades de promoción social y económica, ya que quien consigue entrar en una determinada rueda de responsabilidades y salarios, ni el partido ni las empresas que se mueven alrededor de las instituciones lo dejarán a uno ya nunca en la estacada. Los intereses colectivos sacrificados en el altar de los intereses privados y de las debilidades particulares. Así se configura una comunión que el mundo anglosajón conoce como «el establishment» y en nuestro país se ha tipificado como «la casta». No es muy edificante que los ex-presidentes vayan a parar a los consejos de administración de las empresas eléctricas que han protegido y beneficiado, como tampoco que se les proporcionen canonjías varias o escaños irrelevantes en el Senado. A pesar de ser una práctica bastante más asociada a la derecha política que a la izquierda, algunos elementos de esta tampoco le hacen ascos. Son recientes los casos de Trinidad Jiménez o bien de Jordi Portabella. Las salidas de la política son complejas, porque si las estancias han sido largas, conllevan un proceso de desprofesionalización notoria. Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida, obviamente, pero la ética y la transparencia democrática deberían evitar confusiones de intereses además de mensajes a la ciudadanía poco edificantes.