La elección Jeremy Corbyn como líder del histórico Partido Laborista británico, significa un brote verde en la previsible y bastante frustrante dinámica política de la izquierda europea. Un relato diferente sobre la situación económica y social, que le lleva a plantear políticas que huyen de la fracasada austeridad y apuestan por un renovado e imaginativo intervencionismo público con el objetivo de reequilibrar fuerzas entre capital y trabajo, estableciendo puentes que impidan una desigualdad y una fractura social que ha avanzado de manera casi imparable. Radicalidad democrática, nuevas formas y nuevas políticas para recuperar valores antiguos que parecían estar periclitados.
Los factores de incertidumbre y de colapso, son grandes, y habría que afrontarlos. La desigualdad creciente ha sido el resultado de una apuesta liberal-capitalista fallida que ha provocado una profunda división social entre incluidos y excluidos. No hay economía, ni sociedad, ni política que se pueda sostener impunemente sobre la dinámica actual. Como tampoco pueden ser despreciados los efectos evidentes y reales que provoca un cambio climático que no es sino el resultado también de otra apuesta fallida, la de un desarrollismo sin límites y la noción de que la biosfera puede ser subyugada con la tecnología para satisfacer nuestros caprichos. Los límites del crecimiento son evidentes. El crecimiento económico infinito no es infinito, ni siquiera generalizable en sus niveles actuales hacia los enormes y grandiosos países emergentes. La economía y la cultura del derroche no son globalizables, pero difícilmente podremos evitar que otros hagan lo que nosotros no parecemos dispuestos a dejar de hacer. El crecimiento demográfico es una evidencia que no contribuye precisamente a ganar tiempo para establecer los sistemas de resolución de nuestros problemas de fondo como civilización. Los movimientos de población a escala mundial que tanto nos inquietan serán aún mucho más grandes y traumáticos, y difícilmente las vallas y alambradas como las que pretenden separar una cierta noción de Europa del Tercer Mundo lo podrán evitar.
Parece evidente la inadecuación de la gobernanza en el estado actual de las cosas. Una mejor articulación de lo global y lo local parece inevitable para recuperar el control de ciertas dinámicas, pero sobre todo para recuperar el sentido común. No es posible mantener ámbitos de acción restringidos al ámbito local -el político-, mientras la acción de otros ámbitos sea global y fuera de control social –el económico-. Cuando las corporaciones son globales y las legislaciones e instrumentos de poder político puramente nacionales, la disfuncionalidad parece muy evidente. Los Estados-nación se muestran incapaces de responsabilizarse de nuestro bienestar y van convirtiéndose en un refugio meramente simbólico, mientras que las instituciones internacionales que hemos constituido distan mucho de ser neutrales y carentes, además, de legitimidad democrática.
Habría que deshacer el largo camino trazado desde la condición de ciudadanos al de consumidores, revirtiendo algunas cosas y situar el bienestar colectivo como objetivo prioritario, así como la sostenibilidad medioambiental y la cohesión de nuestras sociedades. Parece inevitable recuperar el papel central de la política en el marco de los Estados-nación y construir de manera paralela y si esto es posible mecanismos de democracia global. Las tecnologías de la comunicación, el mundo digital facilitan algunos procesos globales y la participación, aunque los problemas y efectos secundarios del papanatismo tecnológico no deberíamos obviar que también son grandes, tanto en forma de control social, de homogeneización de gustos y culturas y de exceso de exposición y falta de «distancia». La ciudadanía más que de medios tecnológicos de los que está saturada, está faltada de relato -de relatos- y de perspectivas de futuro más allá de la precariedad, la soledad, el centro comercial como templo y el Prozac y la Viagra como refugios.