Sin duda que lo más destacable e impactante de este verano son las imágenes de la furia migratoria africana y de Oriente Medio hacia Europa. Inmensas hileras humanas en la zona de Los Balcanes que, procedentes de Siria e Irak, lo arriesgan todo durante meses y se afanan por llegar a la tierra prometida del centro y el norte del continente; mientras subsaharianos y magrebíes embarcan en navegaciones imposibles para llegar a los islotes y costas de los países mediterráneos, y algunos que han conseguido llegar con vida, intentan forzar su entrada en Gran Bretaña a través del túnel del Canal de la Mancha concentrándose en el Paso de Calais. Las imágenes de este éxodo masivo hacen pavor y ofenden el mínimo sentido de la dignidad humana, más que nada por la cantidad e intensidad de sufrimiento que destilan. En pleno siglo XXI, mercancías, capitales financieros, informaciones y tecnología se desplazan con una facilidad y una rapidez inusitada, mientras que las personas que se mueven por necesidad y no por turismo, lo hacen con penurias dignas de la Edad Media. ¿Dónde quedaría el progreso?
Es común en todos los escenarios de este alud migratorio tanto el desbordamiento como la tentación a tratarlo en términos policiales represores e incluso militares. Las mallas de concertinas y muros no pueden contener la rabia de los que se desplazan y el uso de la fuerza se convierte en insuficiente además de poco presentable cuando hay cámaras delante para registrarlo. Las imágenes de las hileras de Europa Oriental hacen rememorar las deportaciones de la Segunda Guerra Mundial, aunque sean en color y los desplazados dispongan de teléfono móvil. Las barcazas del Mediterráneo terminan en buena parte en tragedia y el número de cadáveres que siembran este mar ya son incontables. En Gran Bretaña y en Europa en general el drama de esta migración masiva que huye de la nada, es una magnífica ocasión para que lo peor de la política y de nosotros mismos se ponga en evidencia en declaraciones inapropiadas y xenófobas. Ciertamente que el tema es de una inmensa gravedad y de solución casi imposible, pero afirmar como hacen muchos gobernantes con versiones diversas que «primero los de casa», no resuelve ni el problema práctico ni el humanitario y se obvia que la pobreza y la miseria existen y no suelen tener casa.
Buena parte de la gente, quiero decir aquella parte que aún nos quedan valores solidarios y humanitarios, la situación les preocupa, los desborda y los deja estupefactos. La solución no es sencilla. Después de décadas de una auténtica «revolución de los ricos», tenemos un mundo donde la desigualdad económica y social se ha convertido en insostenible, especialmente en los territorios donde la pobreza, la guerra y la falta de expectativas los condena a una situación extrema. Algunos dirán que de pobreza y exclusión social en Europa también hay mucha, a fin de criminalizar esta «revolución de los más pobres». Ciertamente, pero los que vienen provienen de lo que antes se llamaba «pobreza de solemnidad», una falta de todo que no es sólo ni siquiera principalmente económica. No es que haya «efecto llamada» en Europa, es que el efecto rechazo en el lugar de origen se hace insoportable. La gente joven del Sur lucha por su supervivencia y para proporcionar algo similar a una vida digna a sus hijos. Saben que en Europa les espera inseguridad, la condena a ser invisibles, trabajos mal pagados y exclusión y humillación social. Comparado con la situación de donde vienen la precariedad occidental les parece una bendición de los dioses. Sólo de Siria han salido en poco tiempo cinco millones de personas. No sé si los podemos ofrecer gran cosa, pero al menos no les deberíamos negar la consideración y el derecho a ser tratados con dignidad.