La situación económica de Grecia y sobre todo el hecho de que haya decidido mantener su dignidad sin arrodillarse ni pedir clemencia, y si en cambio consideración y justicia, ha provocado que en Europa y especialmente entre sus dirigentes, reaparecieran las formas más extremas de las formulaciones liberal-conservadoras, reclamando ser contundentes y dar ejemplo con los griegos, sin compasión. Se ha recuperado la noción de la competencia económica como sustituto sublimado de la guerra. Zygmunt Bauman hace tiempo alertó sobre las premisas «incuestionables» en relación a la economía, ya que son proposiciones puramente ideológicas o justificativas. Así, formarían parte de esta categoría de verdades incuestionables, el crecimiento económico como única dinámica posible, el aumento del consumo como una carrera interminable en pos de la felicidad, el carácter «natural» de la desigualdad entre los hombres y la competitividad como vía para acceder a lo que se «merece».
La cultura thatcheriana dominante en las últimas décadas, impuso lo que Daniel Dorling llama los «principios de injusticia», según los cuales el elitismo es eficiente, en la medida que la expansión de las capacidades que sólo tienen unos pocos termina beneficiando a unos muchos; que la codicia no es un defecto sino un valor en tanto termina favoreciendo al conjunto, aunque sea a costa de la exclusión de unos cuantos, lo que es inevitable y realiza una función social positiva; finalmente estos principios injustos establecidos considerarían que el dolor que genera la pobreza la desigualdad y la exclusión es inevitable. El castigo como reverso del premio, la lógica del estímulo capitalista, la condena a la libertad. No hay nada más ideológico que reducir la injusticia a un elemento de normalidad. De hecho, durante muchos siglos la creencia en la desigualdad natural de los individuos por su talento y sus habilidades, funcionó como el gran justificador de las desigualdades sociales, junto con el componente de resignación que le aportaba la cultura católica.
La desigualdad actual tiene unos niveles desconocidos e inaceptables. Que las 10 personas más ricas del mundo perciban juntas el mismo ingreso que obtienen los 40 millones de habitantes de Tanzania, es algo insostenible económica y moralmente. Como lo es que actualmente la diferencia entre el salario medio de los trabajadores americanos y el de los grandes directivos se multiplique por unas injustificables 400 veces. Las luchas sociales de los siglos XIX y XX lograron convertir la compasión en derechos. Ahora estos derechos se pretenden abolir, porque según el punto de vista liberal-conservador, se han convertido en un estorbo al crecimiento ya la competitividad. Y en estas décadas de hegemonía conservadora, el dinero se ha impuesto como el valor social de referencia, y la libertad y el bienestar han sido reducidos a la dimensión económica.
El economista estadounidense Tyler Cowen ha teorizado el cómo la centralidad tecnológica creciente no hace sino generar mayores desequilibrios y desigualdad entre individuos. «Se acabó el término medio», argumenta. Vamos hacia un mercado laboral bifurcado, polarizado en dos campos entre un porcentaje de trabajadores, pequeño, «que les va muy bien» y un porcentaje elevado «que no le va nada bien». Ya antes de la crisis, pero especialmente con ella, lo que han ido desapareciendo son los salarios medios, con una afluencia al desempleo que sólo se contrarresta por una tendencia muy estimulada de derivar hacia el autoempleo. Ciertamente, no es lo mismo, aunque las estadísticas lo puedan confundir. El aumento de la productividad de las últimas décadas no se ha correspondido con un aumento proporcional de los salarios, sino en estancamiento y retroceso. La economía se ha disociado de la pretensión de alcanzar un mayor nivel de bienestar colectivo. ¿Tiene esto algún tipo de sentido?