Hace tiempo que estos dos conceptos se desarrollan de manera paralela y definen la evolución de nuestra sociedad de las últimas décadas. El 1% mejor posicionado de la población atesora el 50% de la riqueza, mientras que el 50% de la población con menos suerte, se tiene que conformar con sólo el 1% de lo que se genera. ¡Cosas que pasan! 2.000 millones de personas del planeta tienen que sobrevivir con menos de 2 dólares diarios. Mientras tanto, y en el mundo occidental donde representa que estamos mejor, 2/3 partes de la población activa o bien no tiene trabajo o entra y sale del mercado laboral con contratos de días, con una precariedad extrema. La estabilidad y la seguridad económica se van convirtiendo en cosa del pasado.
Ulrich Beck, sociólogo alemán recientemente fallecido, escribió como la ruptura de la sociedad del trabajo agrieta la alianza histórica entre capitalismo y democracia. Considera que la democracia nació en Europa y en Estados Unidos como «democracia del trabajo», en el sentido de que la sociedad democrática se apoya sobre el reparto del trabajo remunerado. Para Beck la conclusión es meridianamente clara: «Sin seguridad material no puede existir libertad política, ni por tanto democracia de ningún tipo». La pregunta que se plantea Beck es absolutamente pertinente y nos sitúa en un cruce de caminos. ¿Es posible la democracia más allá de las «seguridades» de la sociedad de trabajo? A medida que el empleo se hace más precario, las bases del Estado de bienestar se deterioran y las biografías normales se desvertebran; la presión sobre el Estado de bienestar, siempre creciente, no puede financiarse a través de una bolsa pública llena de agujeros. Es lo que Joseph Stiglitz ha definido como estar delante los restos del naufragio de un capitalismo disfuncional que la crisis se ha cuidado de evidenciar: «siete años después, uno de cada seis estadounidenses querría un trabajo a tiempo completo, pero sigue sin encontrarlo; aproximadamente ocho millones de familias han recibido la orden de abandonar sus hogares, y varios millones más prevén que recibirán una notificación de desahucio en un futuro no muy lejano». Cuando se deroga el contrato social, cuando se rompe la confianza entre el gobierno y los ciudadanos, lo que se provoca es desilusión y falta de compromiso.
El sociólogo estadounidense Richard Sennet ha reflexionado sobre el concepto de dignidad en un mundo de desigualdad. La precarización tiene que ver con las posibilidades de consumo y de sostenimiento de los individuos, pero tiene que ver con la dignidad, especialmente cuando los niveles de renta son tan extremos. Perder el respeto, es aceptar la falta de estatus, de prestigio, de reconocimiento de honor y de dignidad. En la sociedad moderna la dignidad ha sido asociada al trabajo y la dependencia a la vergüenza. La compasión a menudo hiere. El error fue inducir al endeudamiento para contrarrestar la disminución de ingresos por parte de la mayoría de la población. El error conceptual ha sido considerar el dinero como una mercancía el precio de la cuál es el interés. La extrema desigualdad en la que un 10% de la población posee el 85% de la riqueza mundial, y la mitad más pobre debe repartirse las migajas, crea una inestabilidad económica, social y política, que pone en jaque al sistema democrático. Reducir las desigualdades no es sólo una cuestión de redistribución de rentas, es también una cuestión de «reconocimiento y respeto», en feliz definición acuñada por Josep Ramoneda.