Desde hace unas décadas, la economía se ha convertido en una variable independiente, fuera de reglas, de control y de normas. Desde los años ochenta los estados han renunciado -o se han visto forzados a hacerlo- a toda posibilidad de fijar prioridades y objetivos a la economía de cara a servir lo que parecería que debería ser su finalidad: proporcionar el mayor bienestar posible al mayor número de personas posibles. Aceptando que sea el mercado el mecanismo que a ciertos niveles lleva a cabo la mejor asignación de los recursos, es también evidente que este al no poseer valores éticos o morales intrínsecos, requiere de un ámbito normativo y de instituciones representativas de la ciudadanía para de corregir sus errores y excesos, evitar la tendencia a la polarización de las rentas en los extremos y, en definitiva, asegurar la primacía de los objetivos globales en relación a los intereses puramente individuales. Parece bastante lógico y un economista liberal como Keynes hace ochenta años que lo remarcó, que las instituciones públicas aseguren los mecanismos de redistribución de una riqueza que concentrada además de injusta invalida el sistema mismo, como lo son instrumentos progresivos de tributación y una legislación laboral que asegure un nivel razonable de salarios, para garantizar la capacidad adquisitiva y la demanda agregada. Todo ello, para «proteger el capitalismo de sí mismo» como afirmaba el ponderado economista británico.
Llevamos más de tres décadas de renuncia progresiva de los Estados a decidir sobre la finalidad y los objetivos de sus economías. Se ha impuesto un globalismo económico, acompañado de la pertinente desregulación, que ha supuesto la libertad casi absoluta en la circulación de mercancías y de capitales y no en cambio de las libertades, los derechos sociales o el trabajo digno, mientras las grandes corporaciones empresariales se han convertido con entes desmesurados, cosmopolitas y fuera de control; mientras las estructuras políticas son nacionales y la movilidad de las personas se encuentra francamente acotada. No hay vallas de la vergüenza como las de Melilla para los mercaderes y para la riqueza. Esta dinámica que, según decían sus propagandistas, tenían que aumentar el nivel de riqueza y de bienestar de todos, lo que han hecho es progresar la pobreza y los niveles de desigualdad tanto con respecto a los diversos mundos posibles que coexisten en el planeta, como dentro de nuestros propios países, donde los niveles y cantidad de exclusión social resulta ya insoportable.
Desde hace más de un año, se está preparando de manera reservada y secreta un nuevo tratado de libre comercio entre Europa y Estados Unidos, conocido por sus siglas inglesas como TTPI, que si se acaba aplicando significará el golpe definitivo al papel de las instituciones políticas democráticas en relación a nuestras vidas y quedar absolutamente a merced de los intereses económicos de las grandes corporaciones. En resumen, conllevará una desregulación absoluta de las economías; la renuncia de los estados a legislar ya establecer cualquier tipo de norma o restricción sobre temas financieros, económicos y comerciales; establecer la primacía de las corporaciones sobre los estados y la posibilidad de que denuncien a estos si creen que toman medidas que los perjudican y eliminar cualquier considerando social y medioambiental en relación a las condiciones de producción. Preocupa el secretismo con que el tema se lleva y, una vez más, los temas realmente importantes se sustraigan del debate y la decisión democrática de los ciudadanos. Igualmente inquietante, que gran parte de la izquierda europea ni se ha pronunciado, ni parece tener información ni opinión sobre el tema. Cerca de nosostros, resulta paradójico que aquellos que hacen bandera del soberanismo, no se les ocurre decir nada sobre lo que puede suponer una pérdida total y absoluta de soberanía por parte de los ciudadanos como de sus representantes.