La sacudida emocional y real que han provocado los atentados yihadistas de Paris tardará tiempo en ser superada, tanto por los hechos y las muertes en sí mismas, como especialmente por su significación y su carga simbólica. Nos sentimos vulnerables e inseguros porque es una manifestación de violencia irracional e imprevisible, pero también porque se atacan y se pretenden dinamitar algunas certezas sobre las que hemos construido nuestras vidas: el valor supremo de la libertad, la tolerancia como base de la convivencia, el predominio de la ley y del Estado de derecho o la sensación de seguridad como fundamento del bienestar. Especial inquietud nos provoca que eso no lo protagonice gente extraña, sino personas que han compartido nuestro sistema educativo, las prestaciones del Estado del bienestar o nuestra propia concepción de la ciudadanía. Nos cuesta entender como la condición humana debidamente poseída por el fanatismo puede estar habilitada para tanta capacidad de maldad. Justamente hace pocos días ha muerto el sociólogo alemán Ulirch Beck, quien ha escrito páginas elocuentes sobre «la sociedad del riesgo global» sobre la que estamos instalados.
«Estamos en guerra contra el radicalismo islámico», han blandido algunos dirigentes occidentales; pero es un enemigo casi invisible que es poseedor de la peor arma de todas, la más mortífera, como es el fanatismo y el desprecio a la vida, tanto la suya como la de los demás. Un ejército que en parte convive con nosotros, lo que genera temores e incertidumbres, además del peligro de que confundamos y mezclemos la parte con el todo. El problema no es la religiosidad, ninguna religiosidad, sino lo que algunos pocos están dispuestos a hacer apelando a principios religiosos y que, no lo olvidemos, otros pocos aunque no estén dispuestos a hacerlo, lo justifican. Las reacciones en centros escolares de la banlieu de París son bastante elocuentes para quien lo quiera ver. Insisto, el problema no es el Islam y la islamofobia que se refuerza por Europa no es sino una manera horrorosa y errónea de responder frente a la intolerancia. Sería necesario que los europeos no olvidáramos que a nuestra cultura le costó mucho de incorporar este valor y que, de hecho, la religión cristiana que constituye una base importante de nuestra cultura, se pasó dieciocho siglos practicando todo tipo de barbaridades en nombre de su Dios, con cruzadas, tribunales de la Inquisición y hogueras humanas que se pretendían purificadoras. Justamente, sólo hace setenta años que en el corazón de Europa la intolerancia encarnada por el nazismo con sus sueños de superioridad racial, llevó a gasear a más de ocho millones de personas.
Precisamente porque en el mundo occidental conocemos las dificultades y el precio pagado para alcanzar el predominio de la tolerancia religiosa, política e ideológica, después de siglos y siglos de no practicarla, deberíamos evitar que los que no la respetan nos la hicieran abandonar, como habríamos sido derrotados por el totalitarismo si la inseguridad adquirida nos hiciera renunciar al bien supremo de la libertad, también la de la opinión y de prensa, así como la laicidad que implica que la religión quede exclusivamente en la esfera personal y que, en nombre de ella, no aceptaremos nunca que pueda coartar la libertad de nadie. La necesaria búsqueda de mayor protección y seguridad frente al terrorismo, no nos debería llevar a aceptar renuncias ni el empobrecimiento de la diversidad, aunque tampoco instalarse en un relativismo justificatorio en nombre de maldades y errores imperdonables que hayan podido practicar algunos dirigentes y élites occidentales. La defensa de determinados valores más bien requiere de un rearme moral.