Durante los últimos cuatro años la ola cívica que representaba el cambio en Cataluña era la del soberanismo, término en el que confluían los autonomistas y federalistas desengañados con los independentistas de toda la vida. El derecho a decidir se convirtió en mucho más que un eslogan o una frase hecha, ya que a pesar de que en el derecho político no existiera este concepto y pareciera sólo una versión puesta al día del derecho a la autodeterminación, en realidad la ciudadanía, más que los partidos o la sociedad civil organizada, la llenó de contenido, la cargó de futuro. Simbolizaba la ilusión por construir un país nuevo, sobre unas nuevas bases éticas y políticas, más que una afirmación identitaria. Era una manera de expresarse la «nueva política» en un país que se había hartado de tanta frustración y tanta tomadura de pelo. Una Cataluña depositaria de soberanía que no quería hacer más de lo mismo a otra escala, sino construir algo radicalmente diferente, el estímulo de superar marcos políticos y maneras de hacer notablemente obsoletas. La confusión de algunos ha sido pensar que la ciudadanía se había convertido mayoritariamente independentista, cuando en realidad se había vuelto crítica con el status quo y renovadora de las formas y maneras de la política en un país que tenía que poderse desarrollar de manera plena. La escenificación de los partidos mayoritarios desde el 9N lo ha sido todo menos edificante, como tampoco ayuda mucho la escisión partidista en la que están sumidas las entidades de la sociedad civil que actúan a la vez de arte y parte.
Tanto ERC como el presidente Mas con tanta profusión de conferencias para arrojarse mensajes sobre listas únicas o separadas y con tanto encuentro con malas caras han llevado el proceso a un laberinto de difícil salida y a un notorio desencanto en la sociedad. El debate presupuestario ha supuesto consistido en un sainete que lo que hace es restar credibilidad a unos actores políticos que continúan su pugna convirtiendo en ridículo algo tan serio como los presupuestos. A estas alturas, la confusión es evidente entre la ciudadanía, pero se vislumbra la tentación de redirigir el rumbo. El presidente Mas está dañando la recuperación que había experimentado el 9N -convoco elecciones plebiscitarias sobre mí mismo si todos me dais apoyo- y no se sabe muy bien si dispone de partido propio o está por hacer y si la U de CiU todavía tiene algo que ver con él. Oriol Junqueras y ERC en la actualidad sólo destilan nerviosismo y mucha prisa por hacer efectivo el capital que han acumulado y que parece ir languideciendo. Incluso ya se han olvidado del derecho a decidir para plantear tirar por el medio sin consultar de forma precisa a los ciudadanos.
Como parecen demostrarlo las últimas encuestas, Cataluña es un país complejo y con gente muy dada a las matizaciones y poco reducible a esquemas simples. Se está fraguando una ola de cambio, aunque no contradictoria no confluyente con el independentismo, centrada en la radicalidad de cambio en las formas políticas y preocupada por las transformaciones sociales. El fenómeno «Podemos» parece arraigar en Cataluña porque, más allá de la prisa, pocas cosas distinguen a ERC de Convergencia, y exactamente «nueva política» no serían y a una sociedad más equitativa e igualitaria no nos llevarían. Pablo Iglesias crispa al soberanismo convertido en mainstream por afirmar algo fundamental, que el derecho decidir debe poder aplicarse a todas las cosas. Es decir, el cambio de verdad es el empoderamiento de la ciudadanía en todos los ámbitos y la superación de la sensación de que algunos parecen querer sólo cambiar algo, para que todo siga básicamente igual.