El gobierno del Partido Popular ha resultado bastante torpe en la gestión de la crisis económica, al menos desde el punto de vista de los intereses de la inmensa mayoría de la ciudadanía. Como no podía ser de otra manera, pues lo llevan en su ADN político, todas las medidas tomadas no han hecho sino empobrecernos y precarizarnos, porque al final de lo que se trataba era de salvaguardar, y a ser posible mejorar, los intereses de las élites extractivas y los préstamos de los bancos alemanes. Medidas procíclicas para hacernos competitivos bajando los salarios, facilitando los despidos, disminuyendo las prestaciones públicas y los servicios sociales básicos, reduciendo los impuestos a las rentas de capital y especialmente a las grandes corporaciones, penalizando aún más si cabe las rentas del trabajo y los impuestos indirectos que afectan a la ya escasa capacidad de consumo. Todo un poema de política que, en nombre una recuperación que dicen que ya se vislumbra, aunque nadie otea por ninguna parte, nos han vendido día sí y día también personajes tan tétricos con Montoro o Luis de Guindos.
Aunque parezca increíble, este Gobierno y el estado que representa no han entrado en crisis por practicar políticas tan funestas para los intereses colectivos. En los últimos meses han perdido con mucha rapidez la noción elemental de solidez tanto el Gobierno como el Estado. La sensación de derrota, de crisis generalizada la proporciona la combinación de factores los cuales aisladamente no darían para generar una crisis tan profunda, pero parece que los astros se han alineado para generar el derrumbe y, lo que es peor, la impresión de una absoluta incapacidad de reacción. El gobierno actual, y en especial su presidente, se han convertido en una caricatura patética del boxeador noqueado ya punto de caer desplomado en la lona. El «Código Mariano», de dejar que los problemas se diluyan solos y escampen se está demostrando demoledor. La corrupción y la mínima credibilidad en su denuncia y combate es uno de los elementos claves del debilitamiento, aunque no el único. Gürtel, Bárcenas, Camps, Fabra, Ignacio González, Ana Mato además de su gravedad y la lluvia continúa al respecto, han sido gestionados de manera pintoresca, con anécdotas tan simbólicas como «sé fuerte Luis» o «una indemnización en diferido». Los shows esperpénticos de Esperanza Aguirre o historias tan cutres como la de «el pequeño Nicolás» han impuesto definitivamente la sensación de que estamos ante el desorden de un final de época. Y qué no decir de la incapacidad política de hacer algo con sentido en relación a Cataluña, mientras se utiliza de manera ostentosa y equivocada la fiscalía.
Hay quien cree que España se encuentra en una situación de crisis política y de modelo institucional similar a la que se produjo en 1898, desencadenada a raíz de la pérdida de las últimas colonias de ultramar. La historia no suele repetirse de forma idéntica, pero sí que estamos ante una España de la transición de la que lo mejor que podemos decir, es que ha quedado desfasada y requiere una renovación en profundidad. El éxito demoscópico y mediático del fenómeno «Podemos» tiene sobre todo que ver con una expresión de malestar y la preferencia por hacer voto de castigo apoyando a alguien que, como mínimo, es nuevo. «Podemos», al menos de momento, es poco más que una buena operación de marketing político impulsada por politólogos, sumado a un sustrato de cabreo social que sacude no sólo los sectores populares, sino muy especialmente a las clases medias venidas a menos. Los contenidos del proyecto político de momento son desconocidos y ya notoriamente cambiantes. La crisis del sistema político español tiene relación con los retos que plantea Cataluña, pero va mucho más allá de eso. Si se puede comparar con dudas y debilidades expresadas en la crisis de 1898, ahora se echa de menos a la intelectualidad de entonces que se movilizó e intervino constituyendo una generación brillante alrededor de un concepto que tampoco ahora percibo, como es el del regeneracionismo.