Cada gobierno hace nuevas leyes educativas e, invariablemente, cada reforma disminuye el nivel de exigencia. Ahora se habla que se podrá pasar de curso al bachillerato con una asignatura suspendida. En cada colada se pierde una sábana. Adquirir títulos se cree ya que es un derecho, pero sin que sea exigible el esfuerzo y el trabajo correspondientes. Los procesos educativos, en sus diferentes niveles, se han vuelto leves, líquidos y sin fricciones. Tiempo de espera y de proporción de algunos rudimentos, donde más que saber incorporan distintivos para la empleabilidad. De hecho, todo el sistema educativo se ha convertido casi en una ficción. Más que aprender, a lo que muchas autoridades académicas reconocen que es algo a lo que ya se ha renunciado, se trata de adiestrar en el arte de adaptarse a circunstancias cambiantes y responder de manera proactiva los estímulos nuevos. Es aquí donde radica la importancia de la incorporación de tecnología digital en el aula, ya que se trata de adaptar la mente, especialmente de niños y adolescentes, a un entorno y un futuro de flexibilidad profesional absoluta y continua. Todos los niveles de enseñanza se han convertido en un ámbito lúdico, un «juego», donde se ofrecen multitud de oportunidades de diversión y entretenimiento, aunque se les distinga con el sello de la innovación pedagógica. Alberto Royo, habla de la «generación blandita» para tipificar estos jóvenes y adolescentes hiperprotegidos por sus padres, los cuales quieren entregar a sus hijos de cualquier esfuerzo. Hacemos gente muy frágil e incapaz de soportar cualquier frustración, ninguna, por poco relevante que ésta sea. En la misma línea, y para sobrevivir, los enseñantes practican la estrategia de hacer «loqueloschicoslesguste», y así ahorrarse problemas y dificultades.
El sistema educativo, en todos sus niveles, está renunciando a la función ancestral de proporcionar conocimiento a través de un proceso de aprendizaje. Se trata de formar una cierta clase cualificada de usuarios de internet, que sepa dónde buscar determinados datos y qué hacer en ciertos lugares, combinado con un conjunto de «valores» que se cree son indispensables para desenvolverse en el mundo profesional: flexibilidad, trabajo en equipo, adaptabilidad, innovación, dominio de multitud de anglicismos, utilitarismo… Evidentemente, todo ello impartido en aulas saturadas de nuevas tecnologías tanto por las que aporta el centro educativo como por la profusión de útiles que utilizan los estudiantes y que exhiben casi sin pudor y autocontrol. Una clase ya no es exactamente una clase, sino «un episodio interactivo en el que deben surgir y canalizar flujos de información variados». El profesor ya no es un experto, y menos debe transmitir contenidos y saber. La función del docente es la de proporcionar motivación, simplificar los procesos y crear entornos de aprendizaje. El lenguaje grandilocuente y impostado no evita que todo se acerque a la impostura.

De hecho, el sistema educativo colabora en la emergencia de este nuevo analfabetismo que es el resultado de considerar que el conocimiento está al alcance de todos a través del clic, la ficción de poder recurrir a él cuando lo necesitamos. La saturación informativa y de estímulos, el desprecio arrogante por el conocimiento como experiencia personal y la especialización utilitarista en el proceso de formación lleva al predominio de la ignorancia. El decaído concepto de «cultura general» compensó en parte y durante buena parte del siglo XX el papel empobrecedor de la segmentación, parcelación y la noción tecnificadora del proceso formativo. La pérdida de capacidad de atención y concentración de los estudiantes, la forzada reducción de los niveles de exigencia y la «gamificación» educativa ha hecho el resto para que la situación actual de nuestras universidades, institutos y escuelas sea más bien deprimente. En el aprendizaje digitalizado sólo se frota la información, fomentando una instrucción rápida, pero muy simple. Los estudiantes ya no adquieren la narrativa imprescindible para poder construir el marco de los acontecimientos. Se piensa con lo que se sabe, y se sabe poco, porque tanto la actitud del nativo digital, como la de la propia docencia tienden a despreciar el conocimiento en la medida que se cree poseer la capacidad de acceso. El recurso a internet nos hace más incultos y superficiales.
Como ha hecho notar Nuccio Ordine, casi todos los países europeos han disminuido los niveles de exigencia educativa, con el objetivo de que los estudiantes superen los cursos con mucha facilidad. Se trata de permitir superar los exámenes, pero sobre todo su sustitución por formas de evaluación más ligeras. Un intento ilusorio para mantener una normalidad académica que no existe. Los estudiantes y sus familias ya no toleran no superar un curso. No hacerlo, conlleva culpabilizar la institución educativa, y no la falta de hábito y predisposición al trabajo del matriculado. Para conseguir que unos estudiantes sin ninguna capacidad y esfuerzo se puedan graduar (que no aprender, ya que no se trata de eso) y hacer su estancia más cómoda y agradable no se les piden más sacrificios, sino atraerlos mediante una perversa reducción progresiva de los programas y la transformación de las clases en un juego interactivo superficial que poco tiene que ver con el estudio.