El economista John Maynard Keynes, de quien este año se conmemora el 75 aniversario de su muerte, hacía la predicción en 1930 que, en aproximadamente un siglo, la humanidad lograría vivir de manera cómoda, casi sin la necesidad de trabajar, gracias a los progresos tecnológicos, lo que le hacía plantearse cuál era el límite de lo necesario para vivir de manera bastante digna, para no ir más allá. El crecimiento económico como fin en sí misma no tenía ningún interés para alguien que partía de una concepción moral e instrumental de la economía. A partir de satisfacer las necesidades de los hombres, más allá de resolver problemas concretos y prácticos, la economía no tenía muy atractivo para este gran economista. Se planteaba Keynes, ¿cuanto es suficiente?, y consciente de que la codicia y la envidia tienden a que la condición humana no se dé nunca por satisfecha, consideraba establecer mecanismos desincentivadores para trabajar más de lo necesario y disponer de más riqueza de la cuenta, creando un sistema de tributación en que el coste de oportunidad de rebasar lo indispensable fuera poco interesante. Como lo definió el maestro de Keynes, Alfred Marshall, la economía era el estudio de «los requisitos materiales del bienestar», por lo que el crecimiento económico debería entenderse como algo residual y no como un objetivo. Como señala Robert Skidelsky, en el mundo rico estamos cuatro o cinco veces mejor que en 1930 si nos atenemos a la media, pero las jornadas laborales sólo han disminuido un 20%. Por el contrario, la desigualdad interna, la nueva pobreza, se va asemejando en una parte de la población de los países ricos con la mayor parte de la población de los países pobres. Al final, un progreso bastante escaso en conjunto. No hemos mejorado mucho si tenemos en cuenta que un campesino en la época medieval trabajaba una media de 1.620 horas anuales, mientras que los asalariados estadounidenses están por encima de las 1.800 horas y en China entre las 2.500 y las 3.000 horas anuales.

La nueva pobreza de los países ricos pone en evidencia una necesidad adicional a la de repartir el trabajo, que es la de encontrar mecanismos supletorios de redistribución de la renta. La desigualdad creciente, que los tiempos de pandemia no ha hecho sino acelerarse, es el mayor corrosivo económico y social de las últimas décadas, y tiende a acentuarse mucho más. ¿Cuánta desigualdad puede tolerar un sistema democrático? No debemos estar lejos del momento crítico, del punto de no retorno. Hasta hace un tiempo, los salarios y la tributación han sido los dos grandes mecanismos para establecer ciertos límites, un cierto reequilibrio a la tendencia natural del mercado a estimular una desigualdad acumulativa. Falta de trabajo, precariedad laboral, salarios en disminución, tributación centrada en las rentas del trabajo, exenciones y fraude fiscal para el capital y caída libre de las prestaciones sociales del Estado nos llevan a un mundo cada vez más desigual, salvo que establecemos un nuevo pacto social, que asegure ciertos niveles de redistribución. Quizás los salarios misérrimos o inexistentes impiden que la renta pueda depender del empleo y únicamente del empleo, entendido ésta en un sentido clásico. La Renta Básica aparece como mecanismo redistributivo de mínimos que evite la exclusión económica y social de una parte cada vez mayor de la ciudadanía. Un concepto puesto en discusión no sólo desde la derecha política, sino también desde parte de la izquierda, ya que es un mecanismo que puede inducir a fomentar el desistimiento y crear una sociedad de personas subvencionadas, que sería lo contrario de individuos auténticamente libres y autónomos. La renta básica, no puede ser un instrumento para reducir a una parte de la sociedad a la condición de parias subvencionados que evite la revuelta social. Debe ser, en todo caso, un mecanismo proporcionado, complementario, que no disminuya los incentivos individuales a construir cada uno su propia vida. Para hacerla posible, es necesario un nuevo paradigma tributario con un suelo de mínimos para el impuesto de sociedades, obligando así a las tecnológicas y en las grandes corporaciones a cotizar. Que en la última reunión de los países del G-7 se haya encarado el tema resulta significativo y un buen punto de partida. Es necesario un nuevo pacto económico y social que renueve y ponga al día lo que se hizo en su momento y dio lugar al Estado de bienestar. Algunos elementos destacados del establishment económico actual también empiezan a abogar por establecer mecanismos de reparto de trabajo, aunque esto pueda afectar negativamente la productividad y la competitividad en una economía global como la actual. El bienestar y la cohesión social deberían ser valores superiores.