La sociedad catalana, o al menos una buena parte de ella, ha estado instalada durante años en una realidad imaginaria, en un mundo paralelo en el que, decían, compartíamos una identidad fuerte y unitaria y en el que buena parte del mundo estaba pendiente de nuestra lucha para constituir una república emancipada del dominio colonial de uno de los viejos estados europeos y así convertirnos en un estado nórdico a pesar de estar ubicados al borde de la mediterránea. Poco importaba que el país estuviera hecho de sentidos de pertenencia más diversos y variados, que se vulnerara toda noción del Estado de derecho o bien que lo último que le podía convenir a la Unión Europea fuera que se abrieran conflictos de soberanía dentro de sus estados constituyentes. El balance de tantos años de estar descentrados con relación a lo que era realmente importante es bastante evidente: declinación económica, retraso, pérdida de competitividad, la marca país deteriorada y ruptura de la convivencia y cohesión social imprescindible. Si el fracaso político de tal aventura es bastante evidente no habiéndose logrado ninguno de los románticos objetivos que se nos decía teníamos a mano, la desorientación que sufre aquella parte de la sociedad que comulgó con estas ruedas de molino, a base de propaganda muy insistente y reiterada, es ahora total y absoluta. Hoy en día y a las puertas de unas elecciones, resulta sorprendente como ninguna de todas y cada una de las opciones independentistas reconoce haberse equivocado, plantea nada nuevo, no corrige el disparo, sino que pretende reiterar en el error y que sus antiguos electores los sigan en una aventura hacia la nada. En esto marca claramente el paso JxCat. Su candidata habla desde un mundo de fantasía donde se volverá a declarar la independencia, como si no fuera con ella los años de desgobierno que llevan a sus espaldas, la confrontación cainita con sus socios y la incapacidad manifiesta para dirigir y gestionar el país real. Hace unos días que el periodista Jordi Amat definió el imaginario de Laura Borràs como «mundo lisérgico». Al menos, lo parece.
Es bastante evidente que la ciudadanía de Cataluña se juega mucho en estas elecciones del domingo. Se nos plantea la posibilidad de abandonar el «realismo mágico» y de recuperar la realidad positiva. Se puede optar entre una construcción fantasiosa o bien por el país realmente existente. Entre mantener aspiraciones siempre frustradas o afrontar las necesidades perentorias de nuestra sociedad. Esta es la verdadera confrontación política a estas alturas. Podemos recuperar el principio de realidad para afrontar y buscar soluciones a los problemas que tiene la gente y dar respuesta a los numerosísimos retos planteados en los ámbitos económicos, sociales, medioambientales y de la salud; o bien continuar girando en una noria con la que no es posible extraer ya agua mientras nos hundimos en el terreno del desengaño y nos recreamos en la melancolía. Deberíamos salir de esta situación varada, irreal e hipnótica en la que se nos ha situado y recuperar aquella noción de la política como la práctica del arte de lo posible, que hace suyo lo que resulta necesario y que no tiene la pretensión de salvarnos del alma. Ahora mismo quien representa el «retorno» a la sensatez es la candidatura del PSC, y quizás también la de los Comunes, aunque a veces parecen estos sufrir epifanías. Proyectos para la Cataluña concreta, cierta, fáctica, y que resultan inaplazables. Salvador Illa, además de un proyecto sólido y creíble para salir de la situación de bloqueo, aporta una actitud y una predisposición a superar la cultura de los bloques que resulta muy necesaria: no contribuir a la polarización, evitar el griterío, buscar elementos comunes y de posible consenso y, sobre todo, la voluntad de pasar página sin ningún tipo de revanchismo. Hay demasiados grupos políticos para los que el terreno de juego deseado es la confrontación y la pretenden continuar. Irresponsabilidad en grado superlativo. En esto coinciden tanto los independentistas como Ciudadanos, el PP o Vox; todos aquellos a los que el choque, el combate y la colisión abierta los alimenta y da sentido a su existencia. De hecho, se necesitan. Convendría que el domingo no nos confundieran falsas emocionalidades y cogiéramos billete para un tren que nos devuelva a la prosaica realidad.