Hace unos días se prendió fuego en una nave industrial en Badalona que se utilizaba como asentamiento por gente que no tiene otro techo. Cuatro muertos y numerosos heridos como resultado. Pocos, porque podían haber sido mucho peor. El trágico accidente, que olvidaremos pronto, puso en evidencia que hay un mundo paralelo en nuestras ciudades y es la de gente condenada a la miseria y a los que encima les negamos la visibilidad. En la nave incendiada al parecer convivían unas doscientas personas sin ninguna condición que la pudiera identificar como viviendas ni siquiera pobres o poco dignas: sin agua ni luz, con separaciones improvisadas de cartones y telas, con gente durmiendo sobre colchones en el suelo y con unas condiciones higiénicas y de salubridad que nos podemos imaginar. Y no es un caso singular, hay muchísimas más especialmente en el entorno metropolitano como lleno está de pisos patera y de viviendas infames sobreocupadas. Multitud de espacios invadidos para la supervivencia de todos aquellos a los que hemos condenado a la exclusión social y residencial. En el caso de la nave badalonesa confluyen muchas de las condiciones con las que han de resistir esta gente a los que condenamos a ser los parias de la tierra: inmigración irregular, ningún tipo de trabajo estable ni prestación social, trabajos indecentes de subsistencia, recurso a pequeña delincuencia, desconsideración, invisibilidad… La ocupación era pública y notoria y hacía ocho años que el ayuntamiento lo sabía. Afirman que se encontraban atados de pies y manos porqué el tema se había llevado al juzgado y imperaba el silencio judicial. Alguien quizás pensará que esto ocurre en la ciudad de García Albiol, hombre poco propenso a empatizar con la inmigración y la pobreza; pero lo cierto que los dos alcaldes de izquierdas que ha habido antes tampoco hicieron más. Que una cosa es blandir argumentos genéricos sobre la solidaridad o la multiculturalidad y otra es resolver problemas concretos y ayudar a personas reales.

Vivimos en un mundo absolutamente disfuncional. La desigualdad es un fenómeno que avanza inexorable y va deviniendo acumulativo y asfixiante. La solidaridad y los mecanismos de redistribución han ido debilitándose. En la parte baja, precarios e inseguros, tenemos una cuarta parte de la población que las cifras oficiales sitúan en «zona de exclusión» o «por debajo del umbral de la pobreza». Resulta fácil de decir, pero en Cataluña son casi dos millones de personas que tienen que resistir carentes de expectativas y dosis razonables de seguridad. Pero más allá de esta mucha gente, hay un área de exclusión pura y dura, hecha de personas sin papeles y casi sin cara que transitan como zombis en nuestro entorno y no los miramos si no es para expresarlos distancia, rechazo o miedo. La mayoría provienen de países africanos y han llegado aquí después de itinerarios y desventuras inenarrables. Buscaban una oportunidad y los condenamos a la pobreza extrema y el desprecio. Conforman un ejército laboral de reserva de unos cientos de miles de personas a los que no facilitamos ni el acceso a una triste vivienda. Todos los niveles de administración, desde los ayuntamientos al gobierno del Estado, afirman no poder hacer nada. Unos apelan a falta de medios y los demás evitar generar un «efecto llamada». Resulta evidente que gestionar importantes flujos migratorios es de una gran complejidad y muy especialmente en un territorio de frontera como es España entre dos mundos en términos de desarrollo. No nos separa el Mediterráneo, sino un abismo. Pero más allá de los grandes números y las dinámicas migratorias globales, lo que tenemos en nuestro entorno son personas que merecen ser consideradas y tratadas como tales. Gente que la única diferencia con todos nosotros es que han tenido una biografía mucho más dura y muchas menos posibilidades. La única «culpa» que arrastran es no haber tenido la suerte que hemos tenido otros para los que tener vivienda y alimentación, entorno seguro, salud y educación garantizada nos ha venido dado. La condena a que los sometemos, o que toleramos con nuestro silencio, resulta del todo inaceptable si es que todavía hacemos nuestros aquellos valores humanísticos, sociales e ilustrados de los que a menudo presumimos y hacemos bandera.