Probablemente Joe Biden acabe ganando las elecciones estadounidenses, pero el reconocimiento de ello le costará muchos días y grandes esfuerzos institucionales y judiciales. Como había anunciado previamente, Donald Trump no aceptaría una derrota la que a su juicio y la de sus seguidores sólo era posible si le robaban las elecciones. El peor de los escenarios electorales que se temían se ha acabado produciendo: una victoria demócrata muy ajustada y el no reconocimiento de esto por parte de unos republicanos dispuestos a litigar hasta donde haga falta y, de paso, hacer tierra quemada y destruir la credibilidad de las instituciones y del sistema político. En la calle, grupos armados poseídos por teorías conspiratorias como las que difunden grupos tanto demenciales como QAnon, dispuestos a ir hasta el final en esta locura. Trump quizás al final tendrá que abandonar la Casa Blanca, pero el trumpismo se quedará en una sociedad americana profunda y lastimosamente dividida.
Y es que Trump ha instituido una nueva manera de hacer política, la que entre otras cosas consiste en arrasar con todo y en no dar por buena ninguna regla del juego. Una manera de actuar y de construir el relato que ya se ha impuesto en diversos grados de intensidad en buena parte del mundo. Es lo que ahora se lleva. En las elecciones americanas actuales, sólo ha existido él. Ha ocupado el centro del escenario y ha ido marcando la agenda según su criterio y percepción. No hay contrincante, a nadie le interesa quién es Joe Biden ni lo que piensa hacer. Todo resulta dual entre seguidores enardecidos y votantes que no lo soportan y huyen de tanta desmesura. Esta es su victoria incuestionable, aunque después las cifras finales no le den la presidencia. En su extremado egocentrismo no hay lugar para nadie más y lo que le corresponde de natural sólo le puede ser usurpado o expoliado por la conjunción de las fuerzas del mal. Poca sofisticación en el razonamiento, esquemas sencillos.

Pese a lo que decían las encuestas, el arraigo profundo en la sociedad americana de lo que significa el trumpisme es ya muy grande. No habrá sido un fenómeno incidental. Después de cuatro años de disparates, de salidas de tono, de pérdida del liderazgo de Estados Unidos en el mundo, de apuestas económicas y diplomáticas quiméricas y de una gestión de la pandemia deplorable, no sólo no le ha abandonado su electorado, sino que habrá obtenido más de cinco millones de votantes nuevos. Y lo que es peor, la fractura de la sociedad americana es ahora más profunda de lo que había sido nunca y las posibilidades de enfrentamientos violentos son altos en la medida que campan una gran cantidad de milicias armadas. Pura distopía cuando esto está sucediendo en el país más rico del mundo y que, al menos teóricamente, lo conduce. El mundo de Silicon Valley, de Wall Street o el Nueva York más cosmopolita coexiste con territorios y poblaciones decadentes, con una América profunda reaccionaria, irritada y paranoica. Hay un «cinturón de óxido» de zonas industriales con los trabajadores abandonados a su suerte, territorios de empobrecimiento donde la población se ha sentido despreciada por los flamantes y competitivos titulados universitarios que ocupan los mejores puestos de trabajo y se llevan todas las oportunidades. Hay una América que todavía considera la inmigración como a unos expoliadores de las pocas migajas de bienestar que quedaban en el país y de los supuestos valores fundacionales de la nación, pero también una América de inmigrantes que quieren dialéctica bélica y mano dura con los gobiernos de los países de los que ellos han huido.
Si algo sabe hacer el populismo es apropiarse de los malestares sociales y darles canalización y proyección política. Se trata de proporcionar un «enemigo», proveer una causa para la que movilizarse y, especialmente, recurrir a la pulsión más elemental y emocional para activar a la acción. A pesar de resultar pintoresco y repulsivo, Donald Trump es un maestro en todo esto, es el ególatra que centra y activa toda la maquinaria. Posee Trump algo fundamental: carece de escrúpulos y no tiene ningún freno moral. Esta dinámica, ciertamente no resuelve ningún problema de fondo ni mejorará la vida de sus votantes. Tampoco lo pretende. Es un mero espectáculo basado en el narcisismo combinado con los intereses de clase disimulados por una narrativa demagógica. El problema, entre otros, es que se lleva por delante toda noción de sociedad y cualquier vestigio de decencia.