La cultura del individualismo

El sistema económico y social en el que estamos inmersos tiene tintes más bien oscuros. El capitalismo en su fase actual no tiene buen aspecto. Ha demostrado capacidad para aumentar la riqueza, para producir y difundir en abundancia bienes de todas clases, pero su potencial para generar crisis económicas y sociales profundas, aumentando las desigualdades, provocando grandes catástrofes ecológicas, reduciendo la protección social…, se han demostrado inmensas e inducen a poner en cuestión su viabilidad aniquilando las capacidades intelectuales y morales, afectivas y estéticas de los individuos. Ciertamente la economía liberal, pero también el sistema democrático, ofrecen hoy un aspecto nihilista. Para decirlo suavemente y al modo lírica de Lipovetsky, el capitalismo ha provocado «la desaparición de las formas armónicas de la vida, la evaporación del encanto y del gusto de la vida en sociedad. La economía liberal destruye los elementos poéticos de la vida social, es incompatible con la belleza». Riqueza del mundo, empobrecimiento de la vida; triunfo del capital, liquidación del saber vivir; imperio de las finanzas, «proletarización» de los estilos de vida. Lo que antaño Bertrand de Jouvenal llamaba «pérdida de la amabilidad».

La política debería establecer los límites, recomponer el modelo económico y cambiar la lógica social. Las desigualdades sistémicas incrementan la ansiedad, deterioran el capital social y exponen a la mayoría a la pobreza y a la insatisfacción vital. Esto tiene evidentes efectos negativos también sobre la salud. La reducción de las desigualdades disminuiría los costes sociales, incrementaría la calidad de vida y alteraría la dinámica del consumo por el estatus en el que estamos inmersos. La abundancia genera, y tiene como fundamento, la continuada producción y reproducción de novedades para el consumo. El «capitalismo del deseo» del que hablaba hace unos años el filósofo francés Gilles Deleuze. Pero la novedad permanente refuerza la ansiedad y debilita nuestra capacidad para preservar objetivos personales y sociales a largo plazo. Hemos convertido la novedad en fetiche y esto conlleva la idealización de la productividad. Más allá de proporcionarnos bienes materiales, la prosperidad tendría que ver con nuestra capacidad para participar en la vida de la sociedad, con nuestro sentido de disponer de un propósito compartido y con nuestra capacidad de soñar. Incluso hemos adaptado la formación a los imperativos del mercado. Para Marta Nussbaum, «el mercado nos insensibiliza; erosiona nuestra capacidad de sentir empatía ante el dolor de los demás, hasta contaminar y empobrecer un modelo educativo que queda progresivamente reducido a ser útil para el mercado, aunque paradójicamente resulte disfuncional para un sistema democrático que necesita también ciudadanos críticos». Y los mercados no son neutrales, como nos recuerda el pensador norteamericano Michael J. Sandel.

Individualismo | Calvin and hobbes, Humor, Teaching themes

Se imponen cambios profundos, e incluso drásticos, que impulsen los comportamientos sociales y dejen de incentivar la improductiva competencia por el estatus, superar el profundo engaño de la cultura de la meritocracia. Materialismo y felicidad no se dan la mano. Está demostrado que las sociedades más igualitarias son sociedades menos ansiosas. Hay que romper e invertir la lógica social de la codicia y del consumismo para situar la actividad económica dentro de los límites de la cohesión social y de la ecología. No podemos sacrificar el bienestar de la mayoría, por el placer de unos pocos; no podemos sacrificar nuestro bienestar a largo plazo para dudosos placeres inmediatos. Como indica Tim Jackson, cada sociedad fija el punto de equilibrio entre altruismo y egoísmo, entre novedad y tradición. «Cuando las tecnologías, las infraestructuras, las instituciones y las normas sociales premian la autopromoción y la novedad, los comportamientos egoístas que buscan sensaciones prevalecerán sobre aquellos más considerados y altruistas». Es función de los gobiernos de asegurar que los bienes públicos a largo plazo no sean socavados por los intereses privados a corto plazo. El gobierno no puede limitarse al papel de protector de la libertad de mercado, sino que debe serlo del contrato social. El Estado debe ser el mecanismo de compromiso de una sociedad, el guardián de una prosperidad compartida.

La desigualdad económica y social en el que estamos inmersos y que crece a pasos agigantados no es el resultado imprevisto del capitalismo actual, un efecto perverso y colateral con el que hay que convivir. Aunque nos puedan inducir a engaño algunas declaraciones «bonistas» de algunos magnates que afirman estar comprometidos con el desarrollo integral de la humanidad y que hacen alarde de devolver a la sociedad lo que ésta les ha proporcionado, la realidad es que conforman el paradigma ideológico del liberal-conservadurismo contemporáneo. Individualismo extremo, mercado desregulado y la desigualdad como estímulo y como efecto necesario para una adecuada maximización de los beneficios y para disciplinar la mano de obra. La política viene después, como instrumento subordinado a los intereses del establishment, convirtiendo la democracia en un sistema puramente formal que poco tiene que ver con la conformación y la gestión de los intereses y del bienestar colectivo.

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