La sociedad del control

En nombre del control de la pandemia del coronavirus se nos reclama que renunciamos ya del todo a nuestra privacidad. Se exige podernos rastrear continuada y exhaustivamente para saber nuestras interacciones y contactos. Lo aceptaremos sin quejarnos, y no será un recurso excepcional y temporal, sino que se quedará. Las libertades a las que se renuncia, nunca se recuperan, al menos no del todo. Y es que la capacidad de monitorización y control sobre nuestras vidas que permiten la multitud de rastros que dejamos en internet y en la abundancia de sensores, propios o extraños, a los que estamos expuestos es inmensa y en gran parte somos poco conscientes y, de hecho, le damos escasa importancia. Pero la tiene. El control sobre los ciudadanos ya sea mayoritariamente por los intereses comerciales y de datos de las plataformas, ya sea por la voracidad observadora que en nombre de la seguridad practican los gobiernos, a día de hoy, es casi absoluto. La histórica especulación del filósofo Jeremy Bentham sobre una prisión en la que el prisionero estaría siempre bajo la mirada del vigilante, ya se ha materializado con el triunfo definitivo de las tecnologías digitales de la información. El problema, es que los individuos en estado de vigilancia pierden no sólo la privacidad sino también una buena parte de su libertad. Y se comportan de forma diferente cuando se sienten siempre ocupando un inmenso escaparate, ante el que no se sabe muy bien quién está.

Michel Foucault, consideraba que la tarea del Estado moderno era reducir la necesidad de vigilancia creando unos ciudadanos que estuvieran siempre vigilándose unos a otros. El filósofo francés no conoció el mundo digital, pero intuyó que el control de la propia sociedad sobre sí misma descargaría al Estado de tal obligación. En lugar de transparencia y aperturismo, internet está creando un panóptico de servicios de recopilación de información y vigilancia que se sostiene sobre una cultura egocéntrica basada en dos elementos: el voyeurismo y el narcisismo. La vigilancia es el modelo de negocio de internet. Se trata de mejorar la tecnología continuamente para recopilar más datos sobre nosotros y desarrollar algoritmos más eficaces para tratar las macrodatos de tal manera que tengan más interés comercial y publicitario y, también, puedan ser utilizadas por instancias gubernamentales para cuestiones de seguridad. Cada día se sabe mucho más de nosotros, en la medida en que éste sea un terreno que no se regule. La pérdida de sentido de la privacidad acaba por tener efectos sobre nuestra libertad de expresión; es una condición indispensable. Nuestras interacciones en internet están llenas de mecanismos para que no podamos abandonar nunca los sitios visitados y para terminar como rehenes de sus pretensiones y su mirada. No deja de ser curioso que se llamen con el apelativo cariñoso de «cookies», lo que son instrumentos de espionaje. A pesar de su nombre, no son bondadosos. Resultan un mecanismo extraordinariamente perverso de liquidación de nuestra privacidad y para que seamos convertidos en una mercancía. Es extremadamente grotesco que algo así pueda haber sido legalizado.

Cómo gobernar los algoritmos (en lugar de que lo hagan ellos)

¿Se puede vivir en democracia sin privacidad? La pregunta es pertinente. Los sistemas democráticos se han sustentado y han disfrutado de una cierta salud en la medida que distinguía claramente el espacio público del espacio privado, la sociabilidad de la intimidad. Nos conformamos como personas y desarrollamos una parte sustancial de nuestra vida en el ámbito reservado de lo particular e íntimo, a partir de cual decidíamos aquellos aspectos que compartíamos con nuestros conciudadanos, así como la forma y el ámbito en que lo queremos hacer. El común acontecía sólido, en la medida en que estaba constituido por lo que las personas, libremente, deseábamos compartir. El borrado de los contornos entre lo personal y el colectivo nos deja con una cierta desnudez ante la mirada continua de los «otros». No genera condiciones para mayor seguridad y confianza, sino para una mayor vulnerabilidad y desazón. El desarrollo de la biométrica permite en este momento un control absoluto, a partir del reconocimiento facial, del movimiento de las personas en el espacio público. Resulta preocupante el uso a gran escala que están haciendo y harán aún más los gobiernos en nombre de la seguridad. Un sistema de control el cual se está desarrollando por empresas privadas, aunque sea por encargos públicos. China es el ejemplo más avanzado de todo esto. Control absoluto y carné por puntos para imponer comportamientos cívicos. El autoritarismo y el totalitarismo acaban por ser primos-hermanos.

 

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