Casi por definición, las economías de mercado son generadoras de desigualdad en la medida en que la participación de los individuos en la riqueza que crean resulta muy dispar. A lo largo del siglo XX, el establecimiento de mecanismos de intervención pública que hicieran un efecto corrector en una iniquidad que tiende siempre a ser acumulativa y creciente dio lugar, especialmente en Europa, a sociedades que, aunque lejos de ser igualitarias resultaban aceptablemente equitativas y cohesionadas: el mundo de Keynes y del Estado de bienestar. Sin embargo, a partir de los años ochenta de la mano del renovado individualismo del pensamiento neoliberal, los procesos de disgregación social y económica no han hecho sino aumentar. Las diversas crisis que hemos ido sufriendo lo han ido poniendo en evidencia y lo han multiplicardo.
Los epidemiólogos Richard Wilkinson y Kate Picket han evaluado los costes de la desigualdad en forma de infelicidad colectiva. Más allá de lo estrictamente monetario, la desigualdad tiene efectos demoledores sobre una parte de la sociedad, en forma de salud, estrés y patologías diversas, así como el reforzamiento de la tendencia a la no cooperación. Las sociedades desiguales, además de injustas, son insanas y costosas. No es tanto el bienestar de las personas lo que cuesta dinero, sino su infelicidad. Teniendo en cuenta que la calidad de las relaciones sociales se construye sobre cimientos materiales, la escala de diferencias de la renta tiene un efecto muy poderoso en nuestra manera de relacionarnos. Ya antes de la crisis económica de 2008, se producían en el mundo occidental conductas antisociales que inducían a algunos analistas a hablar de una «sociedad rota». El colapso financiero desplazó entonces la atención hacia el concepto inmediato de «economía rota», pero las disfunciones sociales ya estaban ahí. Hay cosas que pueden parecer anecdóticas, pero no lo son: por primera vez en la historia, los pobres están más gordos que los ricos. La desigualdad se mete bajo la piel. Cuanto más desiguales, las personas de estas sociedades tienen más problemas de salud, de violencia, aumenta la ansiedad, progresan las patologías psicológicas por falta de autoestima e inseguridad social, se siente amenazada la identidad social de los individuos débiles, aparece la vergüenza, el orgullo herido y el miedo a perder el estatus. La desigualdad aumenta los fenómenos de ansiedad de ser socialmente valorados de forma negativa.
Hay, también, una correlación entre confianza y colaboración, y la primera desaparece con la desigualdad. Quien confía, tiende a ser más proclive a culturas comunes y compartidas. Si desaparece la confianza, disminuye no sólo el bienestar de la sociedad civil, sino la propia noción de pertenencia a una sociedad. Wilkinson y Picket demuestran cómo se producen unos determinantes psicosociales de la salud además de los condicionantes meramente materiales. Su formulación de a «más diferencia de renta, menos cintura», expresa que el progreso de la obesidad y del sobrepeso en el mundo desarrollado, especialmente en Estados Unidos, tiene mucho que ver con «el efecto consuelo «de la comida, que actúa especialmente sobre aquellos que por su bajo nivel de renta se sienten socialmente excluidos, o bien en sus límites. La desigualdad también se correlacionaría con el rendimiento y las oportunidades educativas, con el recurso a la violencia como forma de expresar el orgullo herido. En definitiva, la desigualdad genera sociedades disfuncionales con costes elevados y mucha más infelicidad. Richard Layard, que ha desarrollado el concepto de «la economía de la felicidad», argumenta como la desigualdad estimula el impulso hacia el consumo, con lo cual se genera una insatisfacción colectiva que tiene un coste muy elevado.
Las sociedades democráticas requieren de unas condiciones mínimas de igualdad o, dicho de otro modo, de unos niveles de desigualdad moralmente aceptables. Las tendencias económicas y sociales actuales están a punto de sobrepasar, si no lo han hecho ya, todas las líneas rojas para mantener la cohesión política y social, el consenso necesario, dentro de unos márgenes que no lo hagan estallar. Félix Ovejero ha escrito que «cuando las disparidades son agudas, es improbable que los ciudadanos se sientan comprometidos con las instituciones». Situados en este punto, parece lógico plantearse hasta qué punto no es legítimo el levantamiento y la explosión de rabia de los sectores sociales sometidos a la violencia de la extrema pobreza. Las instituciones que no reparan patologías tan evidentes, ¿pueden exigir el respeto y el cumplimiento de la ley a los ciudadanos que las sufren? Parafraseando John Locke, si la pobreza y la fractura social comportan retornar a un «estado de naturaleza», los individuos recuperarían su derecho a tomarse la justicia por su cuenta.
Muy bueno, duro.
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