Salvador Dalí puso a esta ciudad francesa en el mapa al decir que su estación, era «el centro del universo». Una de las muchas ocurrencias del pintor ampurdanés, la mayoría de las cuales no tenían mucha más significación que ir reforzando el personaje entre loco y genial que se había ido construyendo para vender cuadros, pero que lo acabaron por convertir en una figura patética. De hecho, si algún sentido preciso tenía la estación de Perpiñán para Dalí, es que era el punto de salida hacia galerías y coleccionistas de sus cuadros recién manufacturados en el estudio de Port Lligat. Carles Puigdemont, parece también haber elegido esta declinante población «catalana» para reagrupar seguidores, cohesionar al sector más sentimental e irredentista de El Proceso y apelar al mantenimiento de una estrategia de confrontación en Cataluña y España tan fallida como nociva para su sociedad. Tanto él como Ponsatí o Comín, hace tiempo que quemaron los barcos de vuelta y alargando este sainete doloroso creen tener poco que perder. Puede resultar sorprendente que después de tantas promesas incumplidas, tantos giros de guion que han llevado a la nada y de tanta irrealidad somatizada, haya aún tanta gente dispuesta a hacer la peregrinación y expresión de devoción incondicional como la que se vivió el último fin de semana. No sé si era la atracción por el canto del cisne o bien aquello de que «el corazón tiene razones que la razón no entiende».
Más allá de los aspectos litúrgicos del encuentro, el objetivo político era obviamente recuperar por parte del ex-presidente huido el control y la hegemonía del espacio independentista, intentando hacer entrar en contradicción y a poder ser liquidar la estrategia de pragmatismo de negociar salidas al conflicto que sigue ERC. De hecho, el acto en sí de Perpiñán tenía poca intención de hacer un pulso al Estado, sino de explicitar reproches y poner en jaque a todo aquello que pudiera significar una vía razonable y razonada de salir del callejón sin salida político en el que han situado en el país. Si hace un tiempo el conflicto político real estaba dentro de Cataluña entre independentismo y no independentismo, ahora el conflicto predominante y central está dentro mismo del independentismo, ámbito el que posiblemente si que les haría falta la figura del «mediador» que algunos reclaman fallidamente para otras circunstancias. No deja de resultar sintomático que después de hacer una gran campaña pidiendo diálogo político con el Estado, el famoso «sit and talk», ahora los mayores esfuerzos sean por parte de algunos el boicotear justamente la mesa de diálogo que ha impulsado el gobierno central y ERC. Como en el dicho, «vigila con lo que deseas, pues podría serte concedido».
El mundo Puigdemont -perdonad la redundancia-, de todos modos, resulta menos cohesionado de lo que las imágenes pueden aparentar. Cuenta sin duda con seguidores incondicionales, pero también se ven obligados a hacerle el paripé un grupo de políticos procedente de la antigua Convergencia, que han pasado por todo tipo de siglas intermedias hasta el punto de no saber ya dónde están, pero que a estas alturas se esfuerzan por volver a un cierto realismo político que les pueda ayudar a llegar a la jubilación con cargo. Un proceso en el que se les ha adelantado una ERC deseosa de hacer el papel que antaño hacía el pujolismo, de sustituirlo. Gente que, como Mas, nunca han sido independentistas, pero que les pareció allá por 2012 que debían cabalgar esa ola haciendo una rápida conversión a la nueva verdad, pasando una fase intermedia que llamaban «soberanismo», término que en realidad no quería decir nada, pero que resultó útil en aquel momento. Como resulta obvio, el tema se les fue notoriamente de las manos. Artur Mas fue quien «inventó» Carles Puigdemont y la paradoja es que ahora parece que su función deba ser el liquidarlo políticamente, eso sí a base de abrazos y de reírle las gracias. Aceptar ser su hombre en «el interior», para acabar convirtiéndolo en irrelevante a él, su corte y toda la desaforada estrategia sobre la que se sustenta el «lo volveremos a hacer». Más que de ratafía, del que andan necesitados muchos políticos actuales es del trankimazin.
Josep Burgaya