El derecho a morir

Ha repuntado de nuevo el debate de la eutanasia en España. Aparece de vez en cuando, en general vinculado a alguna experiencia dramática y sobrecogedora de personas que aman suficientemente alguien de su entorno para ayudarle a morir y evitarle grados insoportables de degradación y de sufrimiento, aunque la falta de regulación del tema les termine por comportar efectos penales. Han coincidido en el tiempo el caso de un médico madrileño condenado por practicar la eutanasia a un enfermo terminal que le pidió que lo hiciera, o bien el ciudadano barcelonés que ha asistido el suicidio de su pareja. El hecho de estar en campaña electoral -¿alguna vez dejamos de estarlo? – ha facilitado que el tema saltara al primer plano de la agenda política y mediática, y que los candidatos mal que bien se tuvieran que definir sobre el tema. Es una cuestión cuyo debate nos suele incomodar. Preferimos no pensar no sólo en el carácter finito de la vida, habitamos este mundo como si fuéramos inmortales, pero aún menos imaginamos el carácter devastador que puede tener la enfermedad acabando, antes de que nos llegue la muerte, con cualquier vestigio de vida. Ciertamente que el mundo sanitario ha evolucionado mucho y bien. Los protocolos y sistemas de cuidados paliativos y de sedación disminuyen sufrimientos inhumanos en las últimas etapas de nuestra subsistencia y facilitan a menudo eso que se llama una muerte digna. Un concepto éste, sin embargo, que va poco más allá de ser una metáfora. Morir resulta tan inevitable como incomprensible. Difícil encontrar en ella connotaciones de grandeza o de dignidad.

Resultat d'imatges de eutanasia

Hemos alcanzado por término medio un nivel de bienestar y de control de las enfermedades que nos permiten vivir muchos más años. La vida se ha alargado para la mayoría de las personas de manera brutal. Sólo hace cien años, que era extraño superar la cincuentena, cuando ahora muchos de nuestros padres y madres se acercan al siglo de vida. La medicina resulta a día de hoy capaz de hacer frente a gran cantidad de elementos patógenos y asegurarnos una larga estancia en este mundo. La paradoja, es que la calidad de vida o incluso la conciencia que tenemos de ella puede ser escasa o incluso puramente vegetativa. Algunas personas, además, se las puede hacer sobrevivir, pero a costa de sufrimientos infinitos e insondables y de experimentar una degradación de las funciones y posibilidades vitales que resultan extraordinariamente humillantes. Llegados a este punto, morir debería ser un derecho igual que lo es el vivir. Se debería aceptar una cierta capacidad de decisión sobre el tránsito final, pudiendo establecer un testamento vital cuando aún tenemos capacidad de hacerlo con el fin de, si lo deseamos, poder ahorrar y ahorrarnos tanto sufrimiento inútil y tanta vejación terminal que resulta innecesaria. No es fácil encarar la muerte, ni siquiera pensar en ella, pero no hacerlo puede resultar aún mucho peor.

Ciertamente que regular la eutanasia requiere de mucho cuidado, estableciendo protocolos, mecanismos de control, múltiples medidas de seguridad y garantías de que no se pueda hacer ningún uso más allá de la voluntad que exprese el enfermo y de la función para la que esta cuestión está pensada. Esta regulación y la desaparición de los tipos penales sobre las prácticas sustitutorias que hay actualmente, requiere a buen seguro de debate público y del pronunciamiento de los especialistas. Pero, una vez más, aquellos que creen tener la exclusiva sobre las nociones de vida y de muerte, pretenden imponer su visión al conjunto. Al fin y al cabo, estamos hablando de cosas que tienen que ver con opciones bien personales, hechas de forma voluntaria, que no deberían pretender que fueran asumidas por todos. Mi noción de «muerte digna» no es necesaria que sea compartida por otra gente, lo que sí que debería ser es respetado. Las concepciones religiosos con demasiada frecuencia pretenden hacer extensivo a todo el mundo, una visión y unas pretensiones que deberían quedar en el ámbito de lo personal, particular. Que cada uno dé la trascendencia que quiera al hecho de vivir y de morir. Me temo, sin embargo, que siguen siendo vigentes los conocidos versos del poeta Gil de Biedma: Envejecer, morir, es el único argumento de la obra.

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