No se puede negar que el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se haya esforzado y mucho para llegar a donde está. Insistente, perseverante, resiliente, ha conseguido sobreponerse a las trampas del su propio partido y aunque administrar unos resultados electorales más bien modestos, ser capaz de erigir una mayoría de izquierdas en España, cuando parecía impensable. Sin duda representa el triunfo de una voluntad de hierro y de una capacidad de construir acuerdos alambicados y difíciles para sacar adelante un proyecto político de carácter progresista evitando dejarlo todo en manos de la España más conservadora. Sin duda tiene mucho mérito conseguir llegar en estas condiciones a presidir el Gobierno, pero casi un año después de la moción de censura, parece lógico que nos preguntamos si gobernar con mayorías tan poco sólidas, inestables y precarias tiene algún sentido, si sirve para algo de provecho. Ciertamente que en el plato positivo de la balanza habrá un intento continuado de atenuar el conflicto político catalán, aguantando todo tipo de acometidas tanto por parte del independentismo como por parte de aquellos que han convertido el combate contra el Proceso en la su única razón de existir. También habría en los activos gubernamentales las iniciativas sociales que tienen en el aumento del salario mínimo uno de los elementos más significativos.
A estas alturas resulta evidente, sin embargo, que el bloqueo político que sufre el Gobierno socialista debido a la escasa solidez de sus apoyos, lo sitúa más bien en una posición de resistente que en un gestor eficaz e impulsor de políticas renovadas. Podemos se deshace en pedazos y es víctima de la confusión entre lenguaje y política, mientras que el independentismo catalán, dividido, fracturado y confrontado en múltiples capillas difícilmente se instalará en el realismo político. El inicio del macrojuicio por los hechos del 1 de Octubre refuerza la gestualidad independentista más radical y no crea un contexto de reconducción de las cosas y menos de moderación. Resulta obvio que sólo con gobiernos españoles progresistas se podrán plantear cambios en pro del reconocimiento plurinacional y federalizante en España, pero para una buena parte del independentismo sigue siendo mejor la épica que contiene la apuesta por el «cuanto peor, mejor». Las negociaciones para la aprobación de los presupuestos del Estado están llevando a Pedro Sánchez a un desgaste que resultará finalmente inasumible para su partido, pero también para cualquier noción de dignidad en el ejercicio de la política. La subasta de demandas, los anuncios de ultimátum y la apelación a la creación de la figura de un «relator» o intermediario entre, no lo olvidemos, dos ámbitos de poder del mismo Estado, resulta tan irreal y patética por quien la plantea como absurda e insostenible resultaría su aceptación.
Se imponen elecciones. No hay política sólida sin mayorías que garanticen la estabilidad. Los tiempos y los problemas a afrontar lo demandan. Ciertamente es lo que está exigiendo el triunvirato de partidos de la derecha, a cuál más rancio, envalentonados por las contradicciones y la debilidad socialista, así como por la dinámica política del mundo y el resultado de las elecciones andaluzas. Claramente que pueden ganar y lo que nos espera en términos económicos, políticos y sociales resulta poco deseable. Pero si fuera el caso de que tuvieran mayoría, pues que gobiernen y que cada uno asuma su responsabilidad en haber posibilitado este triunfo. Lógicamente, no está todo dicho y la izquierda, socialista o no, tiene suficientes argumentos para librar la batalla de las ideas, llevar a cabo el combate político para una España más interesante y cohesionadora. No convocar y resistir, a estas alturas, no sirve realmente de nada. El paso del tiempo no juega a favor de los planteamientos progresistas y políticamente integradores, y más bien muy en contra. La gesticulación inacabable del independentismo -de todas sus múltiples facciones- y las performances que en forma de in crescendo irán poniendo en práctica en los próximos meses, comportarán seguro un giro derechista y reaccionario en la política española. La caverna de allí y el independentismo de ahí se necesitan, son complementarias y con bastantes más similitudes de las que querrían. La izquierda, tanto la española como la catalana, debería entender que el nacionalismo no puede ser, por naturaleza, su aliado y aún menos su compañero de viaje.