La arrogancia viaja en taxi

El mundo del taxi se encuentra en pie de guerra frente a los nuevos operadores de transporte urbano, los llamados VTC, sigla que significa textualmente Vehículos de Turismo con Conductor. Un nombre curioso, por cierto. La exhibición de violencia y de malas maneras ha ido de la mano con esta tendencia tan actual consistente en creer que todo el mundo tiene derecho a colapsar las ciudades, a hacerse suyo y bloquear el espacio público, en la defensa de su interés particular. El entorno urbano entendido como campo de batalla para obtener eco en los medios y poner en jaque las instituciones públicas, y donde el perjuicio provocado a la ciudadanía parece ser un efecto colateral no mesurable. En buena parte de las movilizaciones contemporáneas ya no hay ninguna expresión de ideología o de proyecto de futuro, sino frustración y puramente el interés individual reunido de manera corporativa.

De todos modos, el conflicto en torno al transporte urbano privado de viajeros, pone en evidencia contradicciones de fondo en relación tanto a la economía como a la regulación o no de los servicios públicos. Porque el mundo del taxi ha sido siempre un sector regulado, porque justamente hiciera este papel de servicio público. Sistemas cerrados de otorgamiento de licencias y establecimiento de un sistema tarifario que protegiera a los consumidores. La rotura del sistema de monopolio del taxi se ha hecho en nombre de la «libertad económica» y de la creencia que tiene el mundo ultraliberal que todo va mejor si se puede actuar de manera desregualada. Resulta el triunfo del sálvese quien pueda y de la filosofía del low cost. Uber primero y Cabify (empresa española que, por cierto, es propiedad de la hija del hasta ahora presidente del BBVA Francisco González) después, representan la explosión de estos economías de plataforma que arrasan en cualquier sector de actividad donde van a parar. No tienen ningún vehículo, ni prácticamente, ningún empleado. Su negocio es la intermediación a través de una plataforma tecnológica. No tienen obligaciones contractuales, no tienen personal y no pagan impuestos más que de manera simbólica. Su activo es una app a través de la cual, en este caso, podemos contratar un servicio de transporte privado. La tarifa se establece a priori y no por taxímetro, y fluctúa en función de las «condiciones del mercado», lo que significa que en caso de lluvia torrencial o escasez de oferta el servicio resultará carísimo. Su vía de enganche es el proporcionar coches con mejores condiciones y conductores un poco más considerados, y ciertamente a menudo es así.

Resultat d'imatges de taxis

Aunque en términos de economía social parece evidente la superior legitimidad del sistema de taxi, entendido como servicio público, frente al intrusismo desleal impulsado por compañías donde el epígrafe de practicar la economía colaborativa resulta un mal chiste, la emergencia de las VTC y sobre todo la respuesta airada de los conductores, ha puesto en evidencia las muchas miserias que rodean al mundo del taxi, anclado en actitudes, formas y maneras de actuar ni puestas al día, ni muy dignas. Su levantamiento no es en defensa de lo público, sino de unas prerrogativas arcaicas y unos beneficios particulares que pasan sobre todo por la especulación que se hace con las licencias, las cuales cotizan muy al alza en un mercado secundario y son una gran fuente de negocio. Un sistema este que ha pervertido el inicial planteamiento de control y limitación de la oferta, para convertirse en un activo privado con el que traficar. Resulta paradójico que un mismo taxista pueda tener varias licencias y subcontratar conductores a bajo precio. ¿Qué superioridad moral pueden argumentar, en este caso, frente a los nuevos operadores?

En este conflicto, con su actitud arrogante y el comportamiento violento, el taxi ha perdido la batalla de la imagen pública y, por tanto, una parte de su legitimidad frente a los métodos invasivos y depredadores de las nuevas compañías operadoras. Ha desperdiciado una parte de las razones que tenía, y ha puesto de manifiesto su escasa solidez argumental. Pero también se ha puesto en evidencia la fractura y desorden de las administraciones competentes en esta cuestión, cogidas absolutamente a contrapelo. Cuando la política ya es casi solo lenguaje, su incapacidad para reaccionar ante la expresión de retales de realidad, resulta dramática.

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