En tiempo de retorno de las formas tiránicas, aunque lo hagan de manera aparentemente democrática, mirar al pasado para inmunizarnos contra ciertas dinámicas no es un mal recurso. Aunque la historia no se repite, nos proporciona buenas lecciones si somos capaces de prestarle atención. Son tiempos de inestabilidad y de la expresión de muy diversos malestares. El crecimiento de la desigualdad económica y social genera muchos problemas y la irritabilidad se ha convertido casi en un estado de ánimo compartido entre la ciudadanía. Desaparece cualquier vestigio de certeza y de seguridad, cuando ya no resulta posible ponerse de acuerdo con los hechos. El exceso de inputs informativos resultan desinformación, mientras las verdades periodísticas han dejado de existir. Ya decía Platón que los demagogos se aprovecharían de la libertad de expresión para erigirse en tiranos. Y así está sucediendo. Europa conoce la deshumanización y la violencia profunda del totalitarismo, y eso nos debería servir de advertencia. Las democracias se pueden destruir a base de vaciarlas de contenidos y las sociedades se pueden fracturar cuando se imponen los impulsos más irracionales que generan los miedos. El globalismo de las últimas décadas ha dinamitado muchísimo la cohesión y los mínimos de equidad y de seguridad que mantienen las sociedades unidas y confiadas. No ha llevado ni el crecimiento económico ni el bienestar que se nos había prometido. Pero necesitamos una reconducción política racional y no caer en una desesperanza que nos puede hacer escuchar cantos de sirena de la demagogia y del totalitarismo.
De todo ello nos habla de manera muy elocuente el historiador Timothy Snyder en Sobre la tiranía. Veinte lecciones que aprender del siglo XX (Galaxia Gutembreg, 2017). Nos alerta del riesgo de ir a parar a un nuevo autoritarismo y de cómo éste llega no tanto por la fuerza, sino porque en determinadas circunstancias la población le otorga libremente el poder. De cómo debemos preservar unas instituciones que, en definitiva, son las que nos ayudan a conservar la decencia. De cómo creamos, de manera aparentemente ingenua, símbolos que son formas de exclusión. De cómo la comodidad nos puede llevar a hacer y decir lo mismo que todos, aceptando una falsa unanimidad tras la que hay la desaparición de la libertad. De cómo no podemos renunciar a la veracidad de los hechos, ya que si nada es cierto todo lo que queda es espectáculo y no hay que olvidar que la billetera más grande puede pagar las luces más deslumbrantes. De lo importante de separar nítidamente la esfera pública de la privada si, justamente, queremos mantener la individualidad imprescindible y no convertirnos en una turba que reacciona de manera irracional. O de cómo el lenguaje patriótico esconde las peores pulsiones, tiranías y subyugaciones. Estamos ante un libro que condensa mucha sabiduría y experiencia. Y resulta un buen toque de alerta.