La política actual es básicamente espectáculo, una actividad teatral donde lo emocional y las formas narrativas se imponen claramente a los contenidos. Ya no hay ideologías totalizadoras, todo resulta parcial y su función meramente temporal, de hecho, casi momentánea. La crisis de la política de representación ha hecho que ésta perdiera todo calado, toda profundidad, para convertirse en un ritual que tiene más que ver con la telerrealidad que con el poder, entendido éste en el sentido clásico. El carácter performativo de la política se puede atribuir en sus inicios en la primera campaña de Obama, en 2007, en la que este en lugar de programa era portador, en palabras de Christian Salmon, «de una bonita historia que contar». Con todo, fue el populismo latinoamericano que incorporó un sinfín de elementos escénicos a su representación política, diluyendo el proyecto político y su programa específico entre el atractivo personal del candidato, el cual se convirtió en omnipresente en la vida de los electores. El independentismo en Cataluña ha incorporado todos los elementos constitutivos de una política entendida ya únicamente como un gran proceso de comunicación en la que la generación de nuevos impactos es fundamental para mantener una atención del consumidor-elector, que de natural tiende a ser más bien escasa. Así, el político no se presenta ya tanto como poder, sino como un artefacto creador de emociones a la manera de un serial televisivo. No se puede negar que el 21-D actual, como el del año pasado, la huelga de hambre, o bien en su momento el 9-N o el 1-O, ocupan un lugar primordial en la creación de interés y de tensión narrativa.
Lo político resulta cada vez menos sinónimo de «poder», de capacidad de gobierno y establecimiento de normas, y en cambio más un generador de representación casi sin poder real. Neopolítica, postpolítica o insoberanía, son términos utilizados por algunos teóricos para definir una práctica política que es una narrativa sin programa ni acción de gobierno plausible. Para el nacional-populismo catalán, resulta un extraordinario terreno en el que operar, ya que permite hacer abstracción y abandonar el principio de realidad que, antaño, se asociaba a la política. Incluso los hechos pueden ser fijados de manera alternativa. Las posibilidades resultan inmensas. Si venimos de un mundo en el que democracia era fundamentalmente deliberación para confrontar intereses contrapuestos, ahora se ha convertido básicamente distracción. Por eso el politólogo inglés Wendy Brown lo califica de proceso de «desdemocratización». Cada vez más, el éxito o fracaso político van ligados a disponer de un buen guionista -Steve Bannon para Trump, David Axelrod por Obama-, alguien que construya un relato, con episodios diversos y el aumento continuo de la tensión narrativa. El independentismo catalán tiene varios y no siempre con criterios coincidentes. No se impone un planteamiento político principalmente por la situación de la economía o por la confrontación de intereses sociales, sino por disponer de una capacidad performativa y teatral para hacer triunfar una «historia». Y sin duda el nacional-populismo catalán ha tenido y tiene una historia que contar, tenga esta que ver o no con lo que es posible o con la realidad. Parece que el Estado o bien los grupos políticos clásicos no hayan entendido esta nueva significación de la política, que el independentismo gestiona muy bien. Lleva una inmensa ventaja en su conformación comunicativa.
Puede que todo esto no nos lleve a ninguna parte, que habitamos en un juego que empieza y termina en sí mismo. Pero no hay nada más efectista, que funcione de manera tan atractiva, como es el establecerse, el aparcar en el conflicto. La tensión y la confrontación abierta han dejado de ser en la política catalana y española, un momento de descontrol momentáneo antes de recuperar la serenidad, sino que se trata es vivir permanentemente en una tensa provisionalidad. El problema es que se necesitan renovadas dosis de intensidad, y que lo político acabe confundiendose única y exclusivamente con el griterío y la pelea. Ya resulta difícil imaginar la política más allá de la escalada verbal y la crispación, operando siempre al límite y con un desenlace imprevisible. Todo ello, poco más que un mal serial televisivo que, a base de reiteración, termina por aburrir.