La indignación y vergüenza que provoca el asesinato del periodista saudí Jamal Ahmad Khashoggi en el consulado de su país en Ankara no puede tener ningún tipo de coartada ni justificación, como tampoco menosprecio a su significación.Es la quintaesencia de la brutalidad ejercida por parte de un estado hacia todos aquellos que se atreven a reclamar un sistema de libertades o, como mínimo, un respeto por los derechos humanos básicos. Toda violencia es siempre injustificada, pero lo es más cuando la practica un gobierno de manera premeditada que, para lanzar un aviso a todo tipo de navegantes demócratas, exhibe su fuerza extendiendo su largo brazo en otro país. Un intento de demostrar que no hay lugar en el mundo para los disidentes. El grado de crueldad con que se ha llevado a cabo termina por conferir más impacto y casa muy bien con el carácter fuertemente medievalizante de la monarquía de Riad, que ejerce su dominio y abuso de poder económico, militar y policial como los peores sátrapas orientales de la antigüedad. Una autocracia la de la familia Saud que fue instaurada en 1932, y que se ha mantenido en el poder a base de represión interna y de apropiarse de las inmensas reservas petroleras de ese país, practicando hacia fuera el papel de socio estratégico del mundo occidental en la zona. El cinismo de este régimen, le ha permitido tener bases militares estadounidenses y hacer de portaaviones terrestre a las guerras libradas en zona tan valiosa, al tiempo que ser el custodio de los lugares sagrados del islam y haber impulsado una de sus versiones más radicales, como es el wahabismo. La duplicidad les permite ser socio estratégico occidental y al mismo tiempo financiar la difusión no sólo del islamismo más fanático a través de articular mezquitas en todo el mundo, sino incluso dar cobertura a movimientos fundamentalistas de signo violento. La familia Bin Laden siempre ha estado muy vinculada y ha hecho negocios con la familia real saudí.
En este contexto, los esfuerzos de Donald Trump, pero también de las potencias europeas, para dejar fuera la monarquía alauita de este brutal asesinato perpetrado por los servicios de un estado, resultan ridículos, inútiles y ofensivos hacia el sentido común. La ejecución se hizo de manera tan premeditada, indisimulada y arrogante, que no admite disculpa y menos inhibición ética o moral en nombre de unos supuestos «intereses estratégicos». Han pasado muchos años en los que Occidente miraba hacia otro lado ante un régimen que no se puede homologar a ninguna exigencia mínima de libertad, democracia o respeto básico de los derechos humanos. Se daba por hecho que la capacidad de ese país de condicionar enormemente los precios del petróleo lo justificaba, y se acostumbraba a apelar a que aquello era una «otra cultura» no bien que su riqueza global era inmensa. No se decía a qué precio y cómo se confundía en aquella monarquía lo que era común con el que era meramente particular. Que las mujeres estuvieran especialmente oprimidas y violentadas, se consideraba un aspecto colateral, como parece serlo que la homosexualidad sea castigada con la pena de muerte. Recuerdo que, no hace mucho, los medios destacaron que ahora a las mujeres ya se las dejaría conducir (¡!) Parece que sólo Alemania, con su suspensión inmediata de venta de armas ha entendido que Arabia Saudita ha atravesado con este asesinato una línea roja inasumible e injustificable, que no se puede dejar sin una respuesta política. El mundo occidental es culpable por omisión y si no rectifica, se juega su credibilidad. Pero otros países, entre ellos España, no lo han entendido así. No puede haber interés económico y comercial que justifique la vergüenza de no decir nada o bien buscar excusas justificadoras. España resulta ser un privilegiado proveedor de armas de guerra hacia este reducto de teocracia en forma de monarquía absoluta, utilizadas en la represión o en la ocupación brutal que se practica en Yemen. También en la construcción del AVE hacia La Meca. Los vínculos amistosos de la monarquía española con la saudí, notoriamente exhibidos ya hace años, resultan escandalosos tanto política como económicamente. Se nos dice que esto forma parte de la promoción exterior que recae en la monarquía, pero la sensación es más bien que tiene que ver con la vieja práctica del «comisionista».